Una vez Leonardo da Vinci imaginó que el hombre volaba. Julio Verne imaginó una nave submarina. Jorge Luis Borges imaginó el Aleph, un punto que contiene todos los puntos del universo. Ray Bradbury imaginó un hombre, cuya piel estaba saturada de imágenes que cobraban vida como cuentos extraordinarios. A lo largo de la historia millones de chicos imaginaron que una pequeña lata era una nave espacial, que una rama era una varita mágica, que un bollo de papel era una espléndida pelota de fútbol. Imaginar es una cualidad exclusivamente humana, que consiste en ver más allá de lo real y obvio, en ir más allá de la lógica, en trascender el presente y viajar en el tiempo, en avizorar otras realidades sobre la realidad tangible.
La imaginación libera al alma de cárceles asfixiantes, intuye lo incomprobable e ilumina caminos hacia su posibilidad. Gracias a ella, los buenos escritores crean mundos verosímiles, aunque no sean verídicos, los pintores fecundan imágenes, formas y colores sorprendentes en un espacio en blanco y vacío, los músicos paren sonidos conmovedores desde el silencio, los arquitectos e ingenieros elevan construcciones a menudo imperecederas, los científicos ven en el aire los caminos que llevan a la luna y los transitan de verdad.
Y a veces, sólo a veces y muy de cuando en cuando, un político ve un futuro de justicia, de convivencia, donde lo diverso se integra y las personas se realizan ejerciendo sus dones para bien de todos y recibiendo de todos lo que necesita para ejercer sus dones, y con esa visión un verdadero líder guía a una nación, la convoca, la emociona, las despierta. Ve e imaginan personas, no gente, no votantes. Personas.
Para imaginar hay que cerrar los ojos, hacer silencio, respetar un espacio interior previamente fecundado, y eso es imposible en un mundo ruidoso, consumista, hiperactivo, exitista, materialista, dice el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han en La agonía del Eros, y lo reitera en La sociedad de la transparencia. Todo está a la vista, el bombardeo de imágenes es incesante y mentalmente devastador, se duerme menos (se sueña menos), todo está en exhibición, en lugar de imaginar una realidad y llamar a crearla (como lo hicieron Leonardo y Verne), se exacerba lo presente con una tecnología que ve en el hiperrealismo un fin en sí. Los chicos juegan con réplicas enanas de lo real (autos, armas, juegos electrónicos que clonan a ídolos deportivos). Acorralada, la imaginación agoniza.
Cuando ella está ausente, el arte es producción comercial en serie, la política y su discurso son de una chatura y elementalidad sobrecogedoras, el lenguaje padece de grave anemia, porque ya no describe lo que no se ve. "En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento", decía Albert Einstein. Acaso por eso las crisis se repiten, no se resuelven o se resuelven mal. En esa misma línea, André Comte-Sponville, filósofo francés, señala que, a diferencia del puro conocimiento, la imaginación nos libera de lo real sin apartarnos de ello. Lo contrario de la locura, que aparta sin liberar.
Alguna vez la imaginación fue llamada "la loca de la casa" (lo hizo Santa Teresa de Jesús). Para los más racionalistas, la frase apuntaba a los peligros del delirio. Otros pensaron que se refería a que sólo ella puede permitirnos acceder a los vastos mundos que nos esperan detrás de lo obvio. Cuando la acompañan el coraje, la sensibilidad, la intuición y la capacidad de percibir los pliegues de lo real sin confundirse, la imaginación puede ayudarnos a mejorar nuestra vida, a encontrar su sentido y a mejorar el mundo. Reivindicarla y recuperarla requiere hoy, sin duda, mucha imaginación.
S. S.
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