jueves, 9 de febrero de 2017
MIRADAS
Hay un mirar que desconocemos y que pertenece a la más bella esperanza de vivir, un alerta al esplendor y gallardía de la observación.
Los ojos que ven con asombro, con inocencia, en la ilusión de una búsqueda posible.
A veces miramos algo tan profundamente que llegamos hasta su mas íntima esencia, y otras, nuestros ojos quedan relegados al vano trajinar diario, como si fueran tan sólo una herramienta de rala sobrevivencia.
La verdadera belleza de vivir pasa a través de ellos y nuestra memoria selectiva va decidiendo si cobija lágrimas de alegres carcajadas o de tristes penas; las que llegan con nudos de garganta y pesar. En el necesario silencio obtuso de la soledad.
Hay tantas formas de mirar; como de hacer el amor, de cantar o de vivir.
Existe una cotidianeidad al abrir los ojos, cuando nos despertamos y comenzamos a recorrer con ellos el día, midiendo distancias, reconociendo colores, determinando perspectivas o gozando de una lejana fuga de colinas en el horizonte. Mirar, como si fuera un don dado, es un hábito desalmado, proscrito a incontrolables inercias rutinarias.
A veces nuestro mirar queda relegado a la costumbre, a una practica cedida, dejando de lado la poesía, la verdadera velación de beber las horas con la mirada.
Como ella, sentada en la galería de la vieja y herida casa. Desde su borde sale el tronco de un enorme y añoso ceibo que se extiende hacia el jardín. Hay algo muy sensual en él, comienza creciendo lateralmente por varios metros, desafiando la gravedad, hasta que se abre en cinco rugosas y gruesas ramas para luego extenderse en la vertical del sol.
Era comienzo de verano y los picaflores libaban laboriosamente de sus flores rojas, que colgaban de a centenares como las gotas de su deseo, habitadas por una tarde bochornosa.
Al fondo del jardín se veían algunos perales, membrillos y una parra, que cubría perfectamente una glorieta de hierro, dando lugar a una mesa sombreada, entre macetas de orégano y tomillo.
Desde el sillón de ratán con enormes almohadones todo lo que veía parecía inalcanzable, sentía ganas de pararse y caminar por el cuidado jardín, pero creía que aquel momento de extrema paz debía ser vigilado; entre los dobleces de su vestido, el latir de su bustier o entre los pliegues de sus labios, que habían besado tantas veces, como tanto puede ser.
Una enorme mariposa blanca iba y venía, pasando muy cerca de ella, sin posarse. Batía sus alas como si fueran muy pesadas, recorriendo los arbustos, las alturas del ceibo y haciendo vuelos rasos sobre los pisos calcáreos de la galería.
Su contraste blanco recortado entre el verde del jardín con su pausado movimiento le daban un aura de profundo sosiego. Desaparecía por largos minutos, pero regresaba una y otra vez, como si tuviera algo que decir o mostrar, fue entonces, por la semejanza de su alegría, que volvió a su memoria una imagen de Vietnam, de juventud. Sentada en la parte de atrás de un camión que la llevaba de Hanoi a la bahía de Ha-Long; su cabeza apoyada en el marco de madera, mirando los infinitos arrozales aterrazados, donde las mujeres plantaban con agua hasta las rodillas y sus bebes colgaban de sus espaldas, con la esperanza de una vida mejor. Aquella imagen de horas de recorrido habían quedado grabadas en su memoria como una enseñanza. Un lugar a donde su mirada pocas veces había llegado.
Puede un conjunto de personas que observa, comentar y compartir una visión, pero hay una individualidad íntima que muchas veces es difícil de profesar.
Que los ojos no sean un mero instrumento de rastreo impuesto a nuestra cotidianeidad, más bien enseñarles a llegar a lugares más profundos donde lo esencial es invisible a los ojos.
F. M.
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