lunes, 13 de febrero de 2017

TECNOLOGÍA; HERRAMIENTAS


El pequeño milagro cotidiano de la cosa útil
Las herramientas han estado con nosotros desde los orígenes de la humanidad, y muchas nos acompañan durante casi toda la vida




Saben esto los que socavan capas geológicas en busca de nuestro pasado remoto. Utensilios y herramientas, hundidos en el olvido durante decenas de miles de años, son el sello de que allí habitó la humanidad. Un día cualquiera ese asentamiento debió ser abandonado. Por otro mejor o por la fuerza de un enemigo abrumador. El clima, tal vez, o -estableciendo una tendencia que nunca habría de cambiar- quizás debido a la amenaza de una tribu rival. Esas puntas de flecha talladas a mano, esas hachas de pedernal permanecen allí centenares de siglos después de que sus usuarios partieron con rumbo desconocido.
Un hombre de entonces sería incapaz de comprender el mundo en el que viven sus descendientes. Un avión le parecería algún ave mítica, una que todavía ni siquiera osa llamarse dragón. Las pantallas serían ventanas impostoras. No podrían leer la hora en un reloj y un teclado carecería de significado. Hasta la clepsidra de Empédocles, que Carl Sagan volvería a visitar en Cosmos, sería para él un misterio. En cambio, cualquier cuchillo le resultaría familiar.

 Entre el cazador recolector de hace 50.000 años y el hombre actual hay, en este sentido, sólo una diferencia de grado. Cierto, ya casi nunca construimos nuestras herramientas, pero establecemos con ellas una relación no menos íntima, que el hambre insaciable por consumir suele robarnos. Es que las herramientas rara vez se consumen, y cuando lo hacen suele ser para transformarse en un útil nuevo, renacido.
Compré ese juego de destornilladores en una ferretería de la calle Suipacha. Creo que fue en 1988. Un tubo de plástico azul con un capuchón transparente; en el centro, el mango, y, alrededor, cinco puntas, dos Phillips, dos planas y un punzón. Ni recuerdo cuánto me costó, así que no fue mucho. Pero viene peleando conmigo cientos de batallas desde hace casi 30 años. El capuchón tiene una leve rajadura, pero las puntas, de metales nobles, permanecen sin mella. Si me preguntan por un algún objeto de valor entre mis pertenencias, este juego de destornilladores ocupará el segundo lugar.
En el primero, desde luego, estará mi Mont Blanc, con la que sigo escribiendo mi diario y mi literatura; por cierto, nadie más puede usarla, y entre los míos todos saben el porqué. No es capricho. La delicada pluma se ha ido gastando según mi forma de escribir y, en manos equivocadas, podría engancharse al papel y sufrir un trastorno. 

Recuerdo una tarde en la que un conocido pidió en casa una lapicera y, antes de recibir respuesta, vio mi pluma en el escritorio y la tomó sin preguntar. Cuando fue a usarla -nos quería explicar algo y ya tenía una hoja de papel preparada- se dio cuenta de que media docena de personas lo observaban con mirada conminatoria, como si estuviera a punto de perpetrar un crimen. Un amigo que es arquitecto y, por ende, conoce de trazos, le aconsejó:

-Con esa pluma, no.
Los que cocinamos sabemos de la desolación (y el trastorno) que causa la rotura de una herramienta querida y fiel. Hace un año, descubrí que mi pinza de cocina, que parecía eterna, tenía un punto débil. El resorte de la bisagra cedió al óxido y se partió. Después de mucho rebuscar, he comprado otra que no tiene sino defectos; es bastante evidente que la diseñó alguien que nunca pisó una cocina ni para robarse una galletita recién horneada. Me debo una visita a las gastronómicas profesionales para hallar un reemplazo digno.
Una herramienta puede romperse, y entonces no sirve más. Pero el desgaste, si son de buena cuna, se parecerá a nuestras arrugas. Testimonian cuánto las hemos usado e incluso nuestros modos. Durante casi 3 décadas han tratado, infructuosamente, que cambie mi proverbial cuchara de madera. Proverbial, digo, porque parece la que usa la bruja mala en los cuentos de hadas. Sí, lo admito, no está como nueva, con los manchones carbonizados que le ha dejado el fuego y la inevitable erosión debida al roce con ollas y sartenes. Pero tiene el peso y el balance perfectos, está hecha de una madera tan circunspecta que ni roba ni incorpora olores, y, sobre todo, nos conocemos bien. No necesito siquiera mirar dentro del cajón de los cubiertos para encontrarla. Es así, y esto lo saben también el orfebre y el escultor: hay herramientas que nacen perfectas y a las que el tiempo no hace sino mejorar.


Dijo alguna vez Brian Eno que nunca mandaba a reparar sus sintetizadores, porque las fallas les iban confiriendo una personalidad única. Se comprende. La electrónica y, en particular, la digitalización han logrado que casi no haya diferencia entre cada individuo de la serie. Los humanos no nos llevamos del todo bien con tanta homogeneidad. A cambio, estas nuevas, insólitas y poderosas herramientas nos permiten modos inéditos de ser nosotros mismos. No es poco.
Es cierto, cada tanto, por algún motivo, necesitamos actualizar alguno de nuestros útiles. Entonces uno va y compra, digamos, un alicate mejor. Pero no tira el viejo. ¿Lo notaron? No tiramos nuestras viejas herramientas. No nos atrevemos. Porque, ¿quién tiene el corazón tan helado para arrojar a la basura ese compañero que nos sirvió durante años, tal vez durante décadas? Acumulo así -y sé bien que no soy el único- una compañía de instrumentos tan añosos como difíciles de explicar. Pero no pienso renunciar a ellos.



Sigo usando el primer multímetro (mejor conocido como tester) que me compré, hace muchísimos años, poco después de irme a vivir solo. Mi padre, en cambio, los coleccionaba. Tenía, por ejemplo, uno de origen ruso que estaba construido con baquelita, pesaba como un kilo, venía en una caja de aluminio y usaba todavía un indicador analógico, esos de aguja. Le pregunté un día para qué quería ese trasto, cuando los digitales se podían llevar en el bolsillo y las pantallas LCD eran mucho más fáciles de leer.
-Hay cosas que sólo vas a detectar con un instrumento de aguja -sentenció.
Cosas que uno va aprendiendo de las herramientas. Que no todo lo que reluce (o lo que es digital) es oro. Por ejemplo, mi alicate extensible -popularmente conocido como pinza pico de loro- parece haber ido a dos guerras mundiales, mínimo. Pero conozco cada una de sus mañas; y ya saben que todas las pico de loro son mañosas.
Muchas herramientas permanecen más o menos iguales a través de los años. Otras evolucionan y, en lo que llamaríamos su vejez, se convierten en otra clase de útil. Miren al carnicero. Usa su cuchilla nueva para ciertos cortes amplios, pero echa mano de eso que alguna vez tuvo una hoja orgullosa, ahora reducida a un delgado escalpelo medio deforme, para entresacar la grasa de los sitios más recónditos. Estas mutaciones necesitan accesorios. Ahí atrás, sobre la otra mesada, están la piedra de afilar, siempre un poco más gastada en el medio, y la chaira. Meta herramientas. Como ocurre con el diapasón y el piano, hay instrumentos que dependen de otros, en general más simples, más bastos.
Ocurren tantas circunstancias especiales con las herramientas que podría escribirse una biblioteca, siendo las bibliotecas herramientas por sí.


Pongo otro ejemplo: la tijera de podar. He comprado media docena. Una peor que la otra. Ahora que me he ido a vivir a un lugar con mucho más verde, la falta de este instrumento se transformó en un problema. Podar varios rosales generosos con una tijerita de las comunes puede volverse un ejercicio sangriento. De modo que fui a un comercio especializado y pedí una buena tijera de podar. Me mostraron varios modelos que ya conocía.
-Ninguno de esos me sirve -respondí. -Se desalinean, dejan de cortar.
-Ah, pero vos querés algo realmente bueno. Mirá que eso vale mucha plata.
Ya me parecía, pensé, cuando me enteré de que una buena tijera de podar podía costar hasta 2000 pesos. Pero hice una suma rápida y era menos de lo que había gastado en las que había descartado. Me enteré, además, de que se requiere una técnica especial para usar estas herramientas, porque de otro modo pueden dañarse. Así que tal vez no eran tan malas las otras, sino que había obrado mi falta de destreza.
En cualquier caso, es otro factor común a todas las cosas útiles: hay modos correctos y modos incorrectos de usarlas. Mi padre me enseñó, tras aprenderlo del suyo, que fue carpintero, la manera de cortar madera con un serrucho sin hacer casi ningún esfuerzo, así como el modo de sostener correctamente un martillo, de pelar cables y de soldar con estaño.



No siempre necesitamos comprar esas herramientas que nos quedamos mirando embobados en la vidriera o en la góndola. Puede ser un taladro o un saxo, un auto exótico o un tomógrafo. ¿Qué son, si no, esas exorbitantes ferias de tecnología en las que podríamos gastarnos los salarios de 1000 vidas y aún así no llegaríamos a comprar todo lo que nos gusta? La excusa es presentar nuevos productos, entablar relaciones, crear oportunidades de negocios. Todo bien, pero no existirían si no tuviéramos la tendencia innata a regocijarnos ante este arte único de la humanidad. El de convertir la madera, la piedra, el hierro, el bronce y, más recientemente, el silicio en extensiones mejoradas de nuestras manos y nuestra mente.

A. T. 

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