viernes, 10 de febrero de 2017

TEMAS ENGANCHADOS PARA LA REFLEXIÓN



Leonardo Padura


 Hace unos años, mientras leía la novela de política-ficción La conjura contra América (2004), del gran escritor norteamericano Philip Roth, sentí de forma visceral el gran poder de la literatura: tocar y afectar lo más profundo del espíritu humano. Aquella historia, ubicada en los Estados Unidos de 1942, en la imaginaria coyuntura de un sorpresivo triunfo electoral del exaviador Charles Lindbergh sobre Franklin D. Roosevelt, desarrollaba su trama en una Norteamérica dirigida por una Administración cercana a los ideales nacionalsocialistas de Hitler en la que, junto al pregón de posturas nacionalistas, primero de manera sibilina, y luego de forma abierta, se culpaba de los males domésticos a un enemigo cada vez más concreto y cercano, en este caso la comunidad judía asentada en el país.
La reacción que me fue provocando el sentimiento de encierro, desvalimiento, indefensión de unos individuos posibles ante la enorme maquinaria desbocada de un poder que los ha convertido en sus objetivos de represión y ataque solo por ser culpables de lo que son, me llegó a resultar agobiante, al punto de que por momentos debí detener mi lectura. Y es que Roth nos advertía en su magnífica y dolorosa novela, referida a un mundo tan imaginario y posible como el de George Orwell en 1984, sobre la necesidad del poder de tener o de crear enemigos, reales o pretendidos, y su capacidad de devorar a los marcados por esa necesidad, a los reales o pretendidos disidentes. Y aquella historia me afectaba porque sus connotaciones son universales, los peligros de su existencia siempre están latentes y porque, partiendo de una conjetura histórica, Roth desbordaba la realidad factual y me mostraba de modo ejemplar cómo había sido siempre, cómo podía ser siempre, cuando desde las alturas políticas se exacerban el nacionalismo, el aislacionismo y el odio nacional, social, político, sexual o racial hacia el otro.
Creo que, precisamente por su proyección universal y su cualidad de permanencia, a nadie le extrañará que La conjura contra América haya vuelto por estos días a mi mente, revolviendo todos los avasallantes efectos estéticos y políticos que en su momento me provocó la novela.
El discurso presidencial de Donald J. Trump este 20 de enero de 2017 es, sencillamente, uno de los documentos más alarmantes que se han lanzado al mundo en las últimas décadas, por venir de quien viene y por salir de donde sale. La exacerbación flagrante de los sentimientos patrióticos mediante el levantamiento de su peor manifestación, el nacionalismo, aparece tan en el centro de sus palabras que opacan la capacidad o necesidad de anotar sus inexactitudes, sus medias verdades (o medias mentiras) y su comportamiento antiético respecto a sus predecesores políticos, especialmente el saliente presidente, Barack Obama.
El espíritu del país ha sido convocado para reclamar derechos que, dicen, les han arrebatado
“A partir de este día, una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este día, solo Estados Unidos será la prioridad. Estados Unidos primero”, afirmó Trump, mesiánico, casi revolucionario. La atmósfera creada por estas posturas que se empeñan en señalar a algún culpable y pretenden convertirse en política de Estado del país más poderoso del mundo, de seguro calará en la mente de millones de personas que viven en Estados Unidos y, al escucharlas, se sienten más patriotas, más insatisfechos y ofendidos, incluso humillados pero, sobre todo, al fin capaces de denar sus temores. Y sus respuestas, estoy convencido, no se harán esperar: el enemigo ha sido señalado y se les ha pedido, a ellos, los buenos, actuar. El enemigo es el otro, el extranjero, el que está más allá de las fronteras (el que provoca miedo y nos roba) y las víctimas han sido los que debían haber sido beneficiados y han sido perjudicados por esos otros.
Como bien se sabe, pocos discursos gustan más a las masas que los de este estilo, muy cercano al practicado por los totalitarismos que sufrimos en el siglo XX y hasta el día de hoy: el que hace posible culpar al otro de nuestros problemas, el que nos hace vernos como objetivos de una malévola conjura y con derecho a defendernos con todas las armas.
Trump no dice cómo hará para que los grandes capitales industriales renuncien a sus ganancias y abran fábricas en Estados Unidos y paguen 25 dólares la hora al obrero que, fuera de sus fronteras, por igual o más trabajo, empleado por esos mismos capitales u otros similares, solo recibe cinco, o menos. Tampoco cómo mejorará la educación y la salud, el gran tema todavía pendiente en el país poderoso y que a su juicio reclaman una refundación. Pero afirma que se construirán más carreteras y, con vehemencia, que si se les da a los norteamericanos lo que les corresponde, todo irá a mejor para ellos.
La máquina del nacionalismo excluyente ha sido puesta en movimiento en Estados Unidos
El espíritu de un país ha sido convocado a reclamar derechos que les pertenecen y que, les dicen, les han sido arrebatados. Cómo gestionará Trump su política de rescate de la (según él) perdida grandeza norteamericana puede ser objeto de muchos análisis y conjeturas. Pero lo que ya ha ocurrido es que las semillas de su alarmante pensamiento político han sido lanzadas al viento y muchas de ellas van a caer en tierra fértil donde brotarán, diría que inevitablemente, los retoños del odio, la xenofobia, la megalomanía de los grandes sectores de un país que votó por estos discursos populistas de Trump que tanto recuerdan otras exaltadas elocuciones de similar especie que de vez en cuando la historia evoca con pavor para que algunos nos preguntemos cómo fue posible que aquello ocurriera.
Por suerte también sabemos que no todos los estadounidenses votaron por Trump y que muchos de ellos observan con pavor el ambiente creado antes y con el ascenso del mandatario. Hace unos pocos días Merryl Streep lanzó su grito de alarma, el mismo que han dado otros muchos norteamericanos, democratas y republicanos, que han decidido levantar banderas mucho más nobles y coherentes y han comenzado el movimiento civil de oposición. Pero lo cierto y terrible es que la máquina del nacionalismo excluyente ha sido puesta en movimiento y que el futuro se ha convertido en una interrogadora amenaza para muchos norteamericanos pero, también, para nosotros, “los otros”, pues su alcance será lamentablemente universal.


Natalio Botana




El programa expuesto por Trump en su discurso inaugural y ratificado en parte con la firma de sus primeros decretos discute la legitimidad que, a partir de 1945, se fue estableciendo en Occidente. La praxis de estos principios brotó de una realidad en ruinas y atravesó la prueba de la Guerra Fría y de una antagónica división del mundo.
Sobre dos pilares se asentó esta legitimidad: hacia adentro de las naciones, la democracia con un repertorio de derechos civiles, políticos y sociales cada vez más amplio; hacia afuera, esta legitimidad interna se expandía bajo supremacía estadounidense hacia una alianza defensiva -la Organización del Tratado del Atlántico Norte- que incluía el proyecto de la integración europea, inspirado en el ideal kantiano de la paz perpetua entre las naciones. Nunca más la guerra, proclamó Europa: en términos generales, esta consigna se cumplió durante más de medio siglo.
Tras este propósito hubo países ajenos (América latina, en particular Argentina, fue testigo interesado y sufrió el proteccionismo europeo), potencias derrotadas -la Unión Soviética después de la caída del Muro de Berlín- y nuevos actores que muy pronto fueron protagonistas del sistema internacional (el caso más obvio es el de China). Ante el vertiginoso desarrollo de acontecimientos recientes, este cuadro parece cosa del pasado.
Estos impactos conmueven a muchos espectadores de la actualidad, sobre todo a los pertenecientes a la vertiente liberal, progresista o conservadora. El Financial Times habla del “inicio de una nueva era para Occidente”; Timothy Garton Ash, de los “años peligrosos y turbulentos” que nos esperan; J. I. Torreblanca del “suicidio anglosajón” al conjuro del Brexit y de Trump; Robert Paxton del ascenso de un “protofascismo”, mientras Paul Krugman reclama “cuestionar la legitimidad” del nuevo presidente.
De estos juicios pesimistas se deriva una lección: poner en pie una legitimidad histórica, con vocación de durar, requiere tiempo, paciencia y el ejercicio de una moral cívica comprometida con esos valores y atenta a las consecuencias de las decisiones; demoler dicho empeño mediante actos súbitos e inesperados demanda, en cambio, mucho menos tiempo. Es el contraste entre el espíritu constructivo guiado por la responsabilidad y el espíritu de aventura guiado por la audacia.
No quedan dudas de que, en estos días, estamos invadidos por la audacia y tampoco caben mayores vacilaciones acerca de la vertiginosa transformación que impulsa una revolución global y tecnológica. Esta última -como ocurrió muchas veces en la historia- tiene ganadores y perdedores que arrojan al debate público el sentimiento de padecer una economía partera de más desigualdad.
Aunque dicho sentimiento no se ajuste a un enfoque equilibrado del acontecer mundial, lo cierto es que en Asia la globalización es vista como progreso, y en Occidente, para no pocos sectores, como declinación. Según esta perspectiva y en línea con las crisis de los años 30 del último siglo, las dudas sobre la legitimidad son ante todo tributarias de una perturbación de carácter económico y social.
Este telón de fondo está pues a la vista. No es, sin embargo, el único componente a tomar en cuenta. Los cuestionamientos sobre la legitimidad de las instituciones y del orden político tienen también como referentes los métodos electorales que se adoptan y las reglas de sucesión para elegir a los gobernantes.
¿Habría hoy una menor percepción de la crisis europea si David Cameron no hubiese convocado a un referéndum que partió en dos la opinión del Reino Unido e hizo temblar a Europa? ¿Hubiese podido Donald Trump alzarse con la presidencia de no mediar en los Estados Unidos un sistema electoral contramayoritario, de voto indirecto, que penalizó a Hillary Clinton, ganadora indiscutible en las urnas con una diferencia de casi tres millones de votos?
Dirán algunos que se trata de un sistema que goza de la presunción de una legitimidad tradicional, única tal vez en el universo republicano (lo crearon los padres fundadores de la Constitución de los Estados Unidos en 1787); pero cuando sobre ese sistema se yergue la ambición de un líder que dice obrar en nombre del pueblo, en contra de lo que él denomina “el poder de Washington”, lo menos que nos viene en mente, recordando el llamado a Houston de un astronauta norteamericano en momentos de extrema tensión, es que “tenemos un problema”.
El problema no proviene tanto de la situación en que se encuentra Trump (al fin de cuentas, de acuerdo con las reglas vigentes, ganó), sino de la interpretación desmesurada de la palabra pueblo. Objetivamente Trump es un presidente minoritario; subjetivamente, en cambio, Trump hace caso omiso de este hecho y genera, según expresión de su vocero, el “hecho alternativo” que lo lleva a encarnar a “todo” el pueblo norteamericano.
Error garrafal -harto conocido entre nosotros- al cual se suma la intención de comunicarse con esa entidad figurada del pueblo sin ninguna clase de intermediarios, valiéndose del mensaje directo emanado de la inédita adquisición del Twitter que, de paso, condena a los “deshonestos” medios de comunicación. Esta mezcla entre los novedosos instrumentos de la revolución tecnológica con la antigua pasión de forjar un “príncipe nuevo” sobre presuntos privilegios es el cimiento de un régimen de democracia hegemónica, según un concepto que venimos exponiendo desde hace diez años.
A este fenómeno, típico de las democracias latinoamericanas, se le opone el concepto de democracia republicana. En nuestro país esta oposición aún no está resuelta. Por su parte, luego de la larga formación de la legitimidad republicana en los Estados Unidos, asombra que este contrapunto aflore y se irradie por el planeta, para satisfacción de otras democracias hegemónicas como la de Vladimir Putin en Rusia.
Cabría inquirir no obstante si este dilema no resuelto podrá prosperar en la nación que, hace más de doscientos años, dio a luz a la teoría política de El Federalista: una teoría atenta a la fragilidad de la naturaleza humana que, más que pensada para promover el bien, se la tradujo constitucionalmente para prevenir el mal; para impedir, al cabo, que el poder se extralimite y conculque los derechos y libertades de la ciudadanía y del pueblo entero. Lo que entrevió Mariano Moreno en 1810: “…el pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal; que sus pasiones tengan un dique más firme que el de su propia virtud”.
Se verá entonces qué pasará en los Estados Unidos en este inédito escenario en que chocan república y hegemonía. ¿Tendrá el orden político norteamericano, con su complejo régimen de pesos y contrapesos, la energía para impedir esta descontrolada arremetida de la ambición? ¿Tendrá la ciudadanía norteamericana la capacidad para vigilar y contrarrestar la arbitrariedad del Ejecutivo? ¿Tendrá el Partido Republicano, mayoritario en ambas cámaras, la inteligencia para no sacrificar su visión de una economía abierta y desechar los cantos de sirena del proteccionismo?
Interrogantes abiertos que se complican ante otra evidencia histórica: cuando mira hacia dentro de sus fronteras, la democracia norteamericana es republicana; cuando, al contrario, mira hacia fuera puede ser guerrera e imperial. Veremos entonces cuál de estos criterios habrá de prevalecer en este mundo de legitimidades en disputa.

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