Con los pechos de una mujer se pueden hacer muchas cosas. Se puede amamantar a un niño, se pueden hacer películas porno, se puede obtener placer sexual, hacer cirugías estéticas, vender productos, inundar de carteles la ciudad para promocionar un film o agotar la tirada de una revista. Se pueden decir piropos, insultar, hacer chistes. Me acuerdo de uno en especial: "Tu amiga las tiene tan grandes que los padres le dijeron: «Tenés que elegir, o el corpiño o el viaje a Europa»". Éramos adolescentes y nos reímos durante horas. No recuerdo ni un chiste de tono similar sobre el cuerpo masculino.
No es que nosotras no tengamos nuestras observaciones secretas, apuntes personalísimos sobre los hombres, pero es justamente ése el problema, que nuestras observaciones -cuando nos damos la palabra- están destinadas al secreto, al murmullo dentro de la cofradía, a eso que no se dice en voz alta. Los hombres, en cambio -no todos, sí muchos todavía-, hablan y vociferan sobre el cuerpo femenino con el desparpajo de quien camina por territorio propio. Ellos hacen chistes (machistas) y nosotras nos reímos, encantadoramente cómplices.
Si el tema perdura como un desajuste o una incomodidad, si aflora de tanto en tanto en las formas más visibles de la protesta organizada o en gestos espontáneos en una playa, tal vez se deba a que sería un trazo grueso reducirlo a una exageración del feminismo. Porque esa apropiación -del cuerpo, del lenguaje que lo nombra- deja huellas. En el imaginario social, en la subjetividad femenina, en el modo en que nos pensamos a nosotras mismas. Cuerpos obedientes de mujeres obedientes.
El cuerpo de la mujer prisionero del sentido común, intervenido por el deseo, las normas o por las preferencias estéticas del hombre. Porque ese tipo de exigencia, además, no tiene correlato al otro lado de la frontera de los sexos. El campo de batalla es el cuerpo de la mujer, no el del hombre. Y no siempre -ni ellos ni nosotras- nos damos cuenta. Y cuando sí nos damos cuenta, no siempre sabemos defendernos. Admiré el modo en que una amiga respondió a una sugerencia juguetona de su marido: ahora que la obra social lo cubría, dijo él, ella podía aprovechar para agrandarse los senos. "Claro, ¿por qué no? -retrucó, sin que se le moviera un pelo-. ¿Y vos por qué no aprovechás y te anotás en uno de esos tratamientos para agrandar el pene?"
Contra estos equívocos se rebeló alguna vez Keira Knightley cuando puso como condición para posar desnuda en Interview que no le hicieran Photoshop de sus pechos. Acostumbrada a que sus medidas mínimas decepcionaran a los productores, la actriz plantó bandera con una decisión que tuvo el valor de un manifiesto: un gesto liberador desde las páginas de una revista de moda, la usina por excelencia donde se producen en serie imágenes retocadas del cuerpo femenino. La mentira visual que después se consagra como referencia.
Un gesto liberador, como sacarse la parte de arriba de la bikini. Seguirá la discusión sobre la decencia y el pudor y tal vez habrá que actualizar los debates sobre las normas. Alguien recordará que hubo una época para la que también fue un escándalo el torso masculino. Aunque ya en 1930 los hombres podían ir a la playa con el pecho descubierto, las fotos de mi familia muestran a mi abuelo todavía con una de esas mallas estilo Karadagian, y ya estaban en los años 40.
Las mujeres que hicieron topless en Necochea no explicitaron una proclama feminista, pero el gesto de desabrocharse el corpiño -tal vez como un reflejo de las vacaciones, estirarse en la reposera, quitarse de encima las obligaciones, soltar lo que aprieta, sacarse el corpiño como los hombres se aflojan el nudo de la corbata- se convirtió, acaso sin querer, en un acto político. Tal vez porque todo acto de libertad es en el fondo un acto profundamente político.
C. A.
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