Se piensa que la vida se originó en el agua y pobló la Tierra tras innumerables metamorfosis evolutivas. Tal vez en ese remoto pasado ancestral se cifra nuestro gusto por sumergirnos en el vital líquido transparente. La mayor parte de la humanidad invierte sin remordimientos lo ahorrado durante el año para pasar unos días en la playa, acude en masa a las piscinas públicas y considera la pileta familiar como uno de los mayores logros de una vida de trabajo. Hasta hay dos neurocientíficos, John Kounios y Mark Beeman, que sugieren que la ducha es un entorno que favorece la creatividad: en su libro The Eureka Factor (El factor eureka, Random House, 2015), proponen que muchos tienen allí sus mejores ideas. Por eso, hay quienes recomiendan instalar duchas en las oficinas y se dice que el guionista de Hollywood Aaron Sorkin toma hasta seis por día para vencer el terror a la hoja en blanco.
Lo singular es que a este hábito placentero se le hayan otorgado a lo largo del tiempo también poderes curativos para las afecciones más variadas. En Orwell's Cough (La tos de Orwell, St. Martin's Press, 2012), por ejemplo, John Ross hace un vívido -y escalofriante- relato de cómo en el siglo XVI Shakespeare puede haber sido tratado por sífilis con baños de vinagre. Y mucho más cerca, a comienzos del siglo XX, El libro de oro de la mujer (Casa Editorial Maucci, Barcelona, sin fecha), un tratado de conocimientos médicos de 847 páginas, escrito en alemán por la doctora Ana Fischer-Dückelmann (1856-1917) y traducido a quince idiomas ("Gran medalla de oro en las exposiciones de Viena 1903, Madrid 1907, Budapest 1907 y gran premio en la de Buenos Aires, 1910"), les dedica muchas páginas a las terapias con baños.
La obra, que recomienda a las jóvenes "aprender las necesarias nociones de «Maternología»" y en el capítulo sobre medios preventivos contra el embarazo subraya que el procedimiento más radical para evitarlo "consiste en la completa abstinencia durante el matrimonio", expone un amplio catálogo de variantes.
Los baños de arena son una de ellas. Según Fischer-Dückelmann, consistían en sepultar los miembros enfermos, e incluso todo el cuerpo, en arena calentada por el sol. "Es éste un remedio eficacísimo contra el reumatismo y la gota, y su influencia benéfica se atribuye al calor uniforme que la arena comunica, así como a su acción mecánica sobre la piel. El correr sobre la arena con los pies descalzos fortifica en general a los niños anémicos y «escrofulosos»", consigna la divulgadora alemana.
También propone baños de asiento y "de brazos". De estos últimos afirma que son excelentes para descongestionar la cabeza ¡y la región pelviana! Consistían en sumergir los brazos tres o cuatro veces sucesivas; friccionarlos enérgicamente con agua fría y darles después fricciones secas con toallas ásperas.
Otra variante eran los baños "de cieno, compuesto de tierra mezclada con detritus vegetales"; baño en el lecho (sobre tela impermeable), baños de lluvia, baños de manos, de mar, de nariz, de ojos, de pies o "pediluvios", y de plantas (por ejemplo, "con flor de camamila, muy calmantes, «resolutivas»" y que se empleaban contra los abscesos dentarios), baños romanos (de aire caliente y seco), rusos (en cámaras de vapor de las que se salía para sumergirse en una bañera de agua caliente o fría), de sol (consistían en exponer al enfermo, desnudo, a los rayos de nuestra estrella para activar la transpiración y en envolverlo después en mantas de lana), y baños de vapor.
Al parecer, los mejores de todos eran los baños de río, que debían evitarse cuando la temperatura fuera inferior a 18 grados, después de comer o cuando se estuviera "sudando". Un consejo pintoresco que, aunque hoy carece de sustento científico, no disminuye ni un ápice el placer de dejarse hundir en el agua.
N. B.
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