Pronto se cumplirán 40 años del estreno de Star Wars. El 25 de mayo de 1977, la saga de la Princesa Leia, Han Solo y Luke Skywalker empezaba una imparable carrera que la convertiría en la película más taquillera de todos los tiempos, hasta la llegada de ET, de Steven Spielberg, en 1982 (el mismo año de la genial, hoy de culto, pero por entonces mayormente inadvertida Blade Runner, de Ridley Scott). En 1977 faltaban todavía dos años para que aterrizara en las salas, con fortuna desigual, Alien, también de Scott, que sacaría la ciencia ficción de la asepsia hospitalaria en la que la había sumido 2001, Odisea en el espacio.
Entiéndase bien, vi 2001 en el cine (reitero, en el cine) cuando se estrenó en Buenos Aires, de la mano de mi padre, que la había visto con entusiasmo en Estados Unidos. Fue hace casi 50 años, y a pesar de mi corta edad (tendría 9 o 10 años), amé la odisea espacial de Kubrick. Por supuesto, no la entendí. Pero ¿quién necesita entender algo tan magnífico? Es como decir: "No entendí el Aconcagua". Qué importa.
Sin embargo, una década después, anhelaba una ciencia ficción más realista, con menos desinfectante, más con los pies en la tierra. En el barro, mejor dicho. No la encontré en Star Wars, que por supuesto también vi en el cine. Pero aquella bien calculada historia de George Lucas pondría por primera vez la ciencia ficción en el centro de la taquilla. Despreciada por la mayoría de los intelectuales (al revés que el género policial, quizá por sus celebrados cultores) y con demasiados ejemplos vergonzantes, la ciencia ficción estaba aguardando que llegara su hora. Star Wars marcó ese debut. Pero sigue siendo casi el único rubro capaz de despertar ese característico mohín de sincera aversión. En el imaginario popular, es cierto, la ciencia ficción comete un pecado imperdonable: habla de máquinas, de tecnología, de extraterrestres, de planetas lejanos. Mas no del alma humana.
Pero no hay una sola ciencia ficción. De hecho, y por mucho, es el género con más variantes que existe (después del rock, por supuesto), y en este punto me gustaría, sólo para remitirme a las pruebas, mencionar algunas obras (sólo algunas; el lector puede completar la colección) que refutan ese estigma. Es que, de cierta forma, la ciencia ficción es también el más difuso de los géneros literarios. ¿Es El señor de las moscas, de William Golding, ciencia ficción? Creo que sí, en un nivel en el que mucha de esta literatura suele habitar: el simbólico. ¿Es Solaris, de Stanislav Lem, una película de extraterrestres? Sí, sólo que el extraterrestre es un planeta entero y los conflictos que mueven la obra son profundamente humanos. La versión cinematográfica de Andrei Tarkovsky es digna. La otra, la de Clooney, no. Ni cerca.
Más: Muero por dentro y Sadrac en el horno, de Robert Silverberg; Los amantes, de Philip José Farmer; Ubik, del inagotable Philip K. Dick, así como la obra suya que daría origen a Blade Runner. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y, ciertamente, El juego de Ender, de Orson Scott Card, en la que -no por primera vez- la niñez es lanzada a justas en las que los adultos no podrían sino fracasar. Pero a una escala cósmica.
Sin embargo, una década después, anhelaba una ciencia ficción más realista, con menos desinfectante, más con los pies en la tierra. En el barro, mejor dicho. No la encontré en Star Wars, que por supuesto también vi en el cine. Pero aquella bien calculada historia de George Lucas pondría por primera vez la ciencia ficción en el centro de la taquilla. Despreciada por la mayoría de los intelectuales (al revés que el género policial, quizá por sus celebrados cultores) y con demasiados ejemplos vergonzantes, la ciencia ficción estaba aguardando que llegara su hora. Star Wars marcó ese debut. Pero sigue siendo casi el único rubro capaz de despertar ese característico mohín de sincera aversión. En el imaginario popular, es cierto, la ciencia ficción comete un pecado imperdonable: habla de máquinas, de tecnología, de extraterrestres, de planetas lejanos. Mas no del alma humana.
Pero no hay una sola ciencia ficción. De hecho, y por mucho, es el género con más variantes que existe (después del rock, por supuesto), y en este punto me gustaría, sólo para remitirme a las pruebas, mencionar algunas obras (sólo algunas; el lector puede completar la colección) que refutan ese estigma. Es que, de cierta forma, la ciencia ficción es también el más difuso de los géneros literarios. ¿Es El señor de las moscas, de William Golding, ciencia ficción? Creo que sí, en un nivel en el que mucha de esta literatura suele habitar: el simbólico. ¿Es Solaris, de Stanislav Lem, una película de extraterrestres? Sí, sólo que el extraterrestre es un planeta entero y los conflictos que mueven la obra son profundamente humanos. La versión cinematográfica de Andrei Tarkovsky es digna. La otra, la de Clooney, no. Ni cerca.
Más: Muero por dentro y Sadrac en el horno, de Robert Silverberg; Los amantes, de Philip José Farmer; Ubik, del inagotable Philip K. Dick, así como la obra suya que daría origen a Blade Runner. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y, ciertamente, El juego de Ender, de Orson Scott Card, en la que -no por primera vez- la niñez es lanzada a justas en las que los adultos no podrían sino fracasar. Pero a una escala cósmica.
No voy a olvidarme ni de Duna, de Frank Herbert, ni de Fundación, de Isaac Asimov. Podría incluso incorporar a mi lista El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien (esperen, guarden sus antorchas). Pero estoy pensando más bien en novelas como La mano izquierda de la oscuridad, Los desposeídos o El nombre del mundo es bosque, de Úrsula K. Le Guin. Estoy pensando en Edén, de Lem, y, sobre todo, en ese cuento irrepetible, La tarde y la mañana y la noche, de Octavia Butler. Estoy pensando tal vez en Borges, con quien me encontré en dos ocasiones y de quien aprendí (ya les contaré) que detrás de todo acto creativo hay siempre una intención lúdica. Como en Star Wars.
A. T.
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