Era muy soñador y siempre en su regreso a casa parecía estar recorriendo lugares imaginarios. Ya estaba oscuro, conocía el angosto camino de memoria, cada curva, cada piedra y pozo. Regresaba del trabajo en bicicleta, con una cansada alegría. Entre las piernas, en un tacho de plástico, llevaba dos gallinas; de un hombro colgaba un bolso de lona, detrás del asiento sobre la rejilla, una caja de madera con herramientas. Cruzó el ultimo pequeño puente casi tambaleándose. Terminaba la semana de haceres.
Llegaba a su casa iluminada. Planeaba comenzar a preparar y cocinar gallinas de sabor, para el sábado y domingo, como lo hacía su padre. Abrió el pequeño portón con resorte de hierro que había hecho su hermano hacía décadas, lo demás fue todo una rutina de medidas, girar la bicicleta, apoyarla debajo del cobertizo y entrar a la casa donde le pareció escuchar a los niños que jugaban y reían. Salió al patio donde estaba la huerta, el tanque que juntaba agua de lluvia de los techos, la enorme parra y el caldero de hierro que usaría para cocinar. Cortó las gallinas en presas las volvió al balde lavado y les agregó un poco de sal -moviendo para esparcirla-, pimenta en granos y varios dientes de ajo con unas hojas de laurel.
Quedarían así toda la noche para la sazón, eran gallinas de campo muy caminadoras y musculosas, la sal comenzaría un trabajo de terneza que luego continuaría en la prolongada cocción de marmita. Antes de acostarse se bañó y recorrió toda la casa ordenando y apagando las luces hasta que se acostó. Siempre minutos después de apoyar la cabeza en la almohada se dormía profundamente.
Al despertar salió al patio comiendo un pedazo de pan con queso y con cuidado encendió un pequeño fuego debajo del caldero, donde agregó unos pedazos de panceta que lentamente comenzaron a derretirse. Espolvoreó las presas de gallina con harina y comenzó a dorarlas sobre la misma gordura chisporroteante. Fue con el tacho a la huerta y cosechó dos zanahorias medianas, un bulbo grande de hinojo, unas hojas de apio, un ramo de romero y dos cebollas, lavó las verduras en el balde sentado en una silla muy baja frente al fuego y con una tabla de madera sobre las rodillas cortó las verduras desprolijamente y las agregó al caldero. Tres botellas grandes de cerveza, una de salsa de tomates hecha por él durante el verano y dos litros de caldo completaron su cocido. Ahora sólo quedaba esperar a que se cocinara muy lentamente. Con su cuchara grande de raulí iba revolviendo muy despacio, tomando cuidado de no desarmar las presas.
Durante el largo tiempo de caldero, con un cuchillo muy chico -por haber sido tantas veces afilado le quedaban un par de centímetros de hoja-, comenzó a tallar en un tronco de alerce muy seco encontrado en la costa del lago; la cabeza de su hermana menor como la recordaba de niña. La olla a pequeño hervor olía muy bien dando vahos de romero e hinojos. Con un cucharón de latón fue desgrasando de a ratos la superficie del cocido donde se juntaba, además de la grasa de las gallinas, una espuma gris de las verduras.
Al terminar, dejó apagar el fuego y probó el caldo que estaba traslúcido y sabroso.
Esta rutina de calderos se repetía los fines de semana y los invitados del caldero variaban de vez en vez: el osobuco, el cordero o un cuarto de chancho. Aquel cacerolón era una simetría de su vida, había nacido junto a él y seguramente terminaría sus días entre sus abrazos.
Pero estaba solo, tenía casi ochenta años. Sólo le quedaba ese juego de recuerdos donde intentaba posicionar la alegría de su casa en los muchos años que había estado feliz con su familia. Cocinaba y compartía con ellos aunque no estuvieran. Las gallinas serían comida suficiente para toda la semana.
F. M.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.