lunes, 4 de septiembre de 2017

COOPERACIÓN; URGENTE NECESIDAD


"En la vida, se es yunque o se es martillo", solía decir mi abuelo, que, por cierto, nunca eligió la primera opción. De adolescente, la frase me enfurecía. Me sonaba a elegir entre someter o someterse; a ley de la jungla, a sálvese quien pueda.
Ahora pienso que, al fin y al cabo, quién soy para cuestionar los dichos de alguien al que nadie le regaló nada ni le brindó demasiadas posibilidades. Quién puedo ser yo -o cualquiera de los que crecimos en la blandura de estos tiempos- para criticar a quien se hizo a sí mismo en medio de una guerra -ahí sí que había que ser martillo, y de los pesados-, que en una sola vida legó a sus descendientes lo que en otras familias sólo se construye a través de varias generaciones.


Pero, ay, esa frase. Ay, ciertas asfixiantes, tramposas dicotomías.
¿Por qué lo recuerdo ahora? Quizá porque vengo escuchando demasiado falso diálogo; tal vez porque, como en los tiempos en que me enojaba con mi abuelo, me ahogan las opciones duales. Ningún aspecto de la vida, visto de cerca, funciona en díptico; somos -el mundo lo es- miríadas de opciones, matices, contradicciones, múltiples modos de ser o de poder, alternativas que siempre cambian. Ninguna guerra, pero tampoco un manso camino de rosas. Más bien un vértigo imparable, demasiado exuberante como para reducirlo a una batalla entre yunques y martillos, entre banderas de "conmigo o contra mí". Siempre hay otras opciones. Y si no, habría que construirlas.


Justamente, el sociólogo Richard Sennett les dedicó un libro. Se llama Juntos y se publicó unos años atrás. Allí habla de muchas cosas: de diversidad, de los estereotipos que fabrica el miedo, de la distancia social, del aislamiento, del anacrónico tribalismo implícito en el (¡otra dicotomía!) "nosotros-contra ellos". Y rescata una palabra que por momentos pareciera en riesgo de caer en desuso: cooperación.



Sennett no es un ingenuo; su apuesta tiene una enorme carga ética, pero también política. Por sobre todo, ancla en una vieja tradición, aquella que hizo de la Modernidad y de quienes tomaron sus banderas el aluvión imparable que alguna vez fue: la convicción de que cada persona puede convertirse en dueña de su propio destino. Pero no sola. Desde la perspectiva de este pensador, el único modo de recuperar aquella aspiración -tanto como para superar estériles esquemas binarios- es apostar, más allá de las dificultades que esto siempre implica, al lazo con el otro.

"En la vida social y en la personal, todos terminamos tropezando con los límites del deseo y de la voluntad, o con la experiencia de que las necesidades de los demás son incompatibles con las nuestras -escribe-. Esta experiencia debería enseñarnos a ser modestos y, de esa manera, promover una vida ética en la cual reconozcamos y honremos lo que nos trasciende." En esa búsqueda estarían implicados el trabajo, la decisión de tomar las riendas de la propia existencia y el único recurso capaz de brindar algo así en una sociedad compleja: el diálogo genuino, la cooperación.


En una de las primeras aproximaciones a su idea, Sennett se remonta a su época de concertista y describe los rituales implicados en cualquier ensayo de música clásica. "Los músicos necesitan la interacción, el intercambio en provecho mutuo. Necesitan cooperar para hacer arte", asegura. Sobre todo, necesitan escucharse de un modo que excede tanto las palabras como las diferencias individuales; una escucha que incluye al solista y al conjunto, al tanto de que una buena interpretación está inevitablemente atada a la del resto. La música como un insospechado experimento social: sin lugar para hazañas de martillos ni padeceres de martillados; sin espacio para oposiciones binarias porque el suyo es el terreno de lo múltiple. Puro lazo y diálogo y escucha. Si mi abuelo viviera, lo invitaría a asistir juntos a un concierto de cámara.

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