lunes, 18 de septiembre de 2017

COTTOLENGO DON ORIONE....EXTRAORDINARIA OBRA DE AMOR...ANDÁ...ENTERATE...COLABORÁ


El Cottolengo: más de 80 años de amor y asistencia a personas con discapacidad


Ubicada en Claypole, la institución brinda asistencia integral y es una de las más grandes del mundo; en sus 50 hectáreas se distribuyen 15 hogares, una escuela especial y hasta un cementerio
Un grupo de residentes participa de actividades recreativas.
A simple vista es un pequeño pueblo. Pero es mucho más que eso. Fundado por el sacerdote italiano San Luis Orione en 1935, el Pequeño Cottolengo Don Orione de Claypole -que de pequeño no tiene nada- fue la primera obra especialmente enfocada a la atención de personas con discapacidad, en una época en que la exclusión era la regla.


"En este lugar, uno se encuentra con el otro desde lo esencial, más allá de todo lo que podamos aparentar y caretear. Acá la vida se da desde su lugarcito más profundo", sostiene la voluntaria Carolina Casuscelli, mientras recorre uno de los caminos arbolados que cruzan las más de 50 hectáreas que pertenecen al Cottolengo.
Allí se distribuyen 15 hogares de coloridas fachadas, plazas, una escuela especial, el Centro Educativo Terapéutico, salas para cuidados médicos, rehabilitación e hidroterapia, la cocina central, una lavandería, un campo de deportes, salón de fiestas, huerta, radio, un cementerio y un santuario.


Actualmente es la institución de su tipo más grande de América y una de las de mayor magnitud del mundo: allí viven 380 residentes de 4 a 90 años, con discapacidades diversas, que encontraron en ese lugar un hogar y, en muchos casos, su única familia.
A sus puertas varios fueron, literalmente, abandonados. Llegaron con lo puesto, a veces desde otras provincias, como dos jóvenes mendocinos a quienes Don Orione fue a buscar a la estación de tren de Retiro. Alguien había llamado al sacerdote luego de encontrarlos con un cartelito en el ojal que decía: "Pequeño Cottolengo".Se recorrió durante una mañana las instalaciones del predio de Claypole, en el que trabajan 400 empleados y más de 90 voluntarios. Allí, donde la vulnerabilidad se muestra con crudeza y la solidaridad trasciende las palabras, muchos afirman, como Carolina, que esa experiencia produjo un cambio definitivo en sus vidas.
Frente a la dirección del Cottolengo está la bicicleta con canasto de Jorge Silanes, hermano de la Pequeña Obra de la Divina Providencia y coordinador del equipo directivo.


"Hace 50 años, una familia tenía un niño con discapacidad y el médico le decía: «Llévenlo al Cottolengo». Hoy, salvo casos excepcionales, niños no recibimos: actualmente, la sociedad se organizó de otra manera", cuenta Silanes, de 60 años.
Y aclara: "Hoy muchos de los residentes tienen familiares que los visitan, pero la discapacidad o el problema social es tan grande que no están en condiciones de brindarle los apoyos necesarios para que lleven una vida digna".
En bicicleta, Silanes se traslada de un hogar al otro (algunos tienen los nombres de familias donantes, como Barilari o Anchorena). En cada uno viven unas 30 personas. Explica que los residentes tienen un plan de atención personal. "Somos una institución de inclusión y apoyo para la familia", dice, sosteniendo que, para eso, la calidad de servicio y gestión son clave.
Distintas necesidades


Las discapacidades de quienes viven en el Cottolengo componen un abanico diverso. "Hay desde quienes tienen trastornos motrices hasta aquellos con parálisis cerebral, un severo daño neuromotor y retrasos intelectuales profundos. Además, personas sordas, ciegas y otras más autoválidas, con diferentes patologías", detalla Fernando Montero, licenciado en Psicopedagogía.
No llegan sólo por pedido de sus familiares, sino también de juzgados, ante casos de desamparo o abandono, y de instituciones municipales, entre otros. Hace unos meses recibieron a 15 adolescentes y niños que vivían en un hogar que cerró en Berazategui.
Ocho varones de ese grupo ahora conviven en un área que fue especialmente remodelada para ellos. "Son pibes jóvenes y autoválidos, por lo que se trabaja mucho la inclusión en la sociedad", sostiene Montero.


Uno de los que hizo buenas migas con esos jóvenes es Roberto Ramírez, de 22 años, que vive en el Cottolengo desde los 11. "Me traigo mi tupper y vengo a cenar con ellos", cuenta mientras pasa con su silla de ruedas frente al hogar donde viven, que está pintado de azul.
Roberto se define como independiente y amiguero. Además de ser un conversador insaciable y de sumarse a los talleres de murga y radio, juega a las bochas adaptadas: salió campeón bonaerense y participó en torneos que lo llevaron desde Mar de Plata hasta Ushuaia. Pero, sobre todo, lo suyo es estar "conectado". "Donde hay Wi-Fi, estoy yo", confiesa con una sonrisa.
Más serio, admite que cuando llegó al Cottolengo fue duro. Pero, a renglón seguido, define esa institución como "un ejemplo de vida".
"Siempre te respetan cuando vos pedís algo, y eso hay que valorarlo", asegura. "Yo pedí que me llevaran a la cancha de River, y me llevaron. Me quise comprar una tablet, armé una rifa, y entre todos me ayudaron para comprarla. Acá nunca se le niega nada a nadie."
Ese día, Roberto se levantó a las 9 de la mañana para ser entrevistado  Pero como son vacaciones de invierno, se suele despertar a las 13. Normalmente, los días de semana va a la escuela especial desde las 7 hasta el mediodía. "Después almuerzo, hago actividades hasta las 16 y pongo a cargar mi celular. A la noche me quedo subiendo cosas a Facebook hasta tarde. La ley del Cottolengo es que te podés acostar cuando querés, pero al otro día te tenés que levantar, a menos que estés de vacaciones", dice.
Una institución dinámica



A unos 30 metros de la escuela especial está el Centro Educativo Terapéutico (CET). Como son vacaciones, éste es el que concentra las actividades esa mañana. En un salón, unos 25 hombres (muchos en sillas de ruedas) participan del taller de cine: miran Los tres chiflados, la película que eligieron.

Distribuidos en aulas, en grupos de doce, otros residentes arman barriletes. Con varillas, algunos preparan las estructuras; el resto, en mesas repletas de cartulinas y témperas, pinta con las palmas de sus manos o pinceles, pega papelitos y dibuja.
En el centro siempre hay movimiento. Jorgelina Leis es terapista ocupacional y coordinadora del CET. Explica que está conformado por toda la planta médica, kinesiólogos, fonoaudiólogos, terapistas ocupacionales y los llamados "orientadores" (estudiantes de los últimos años de carreras afines a la discapacidad o recién recibidos). La misión de estos últimos es la de ser "multiplicadores" de las tareas que indica el equipo profesional.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Silvita, una de las residentes, sale a saludar desde una de las aulas. Reparte besos y se funde en largos abrazos. Tiene unos 50 años, anteojos y el pelo recogido en trenzas. Aclara que además de pintar y hacer barriletes, le gusta tejer y cocinar: sobre todo, pelar zapallos. Presenta a sus compañeros: entre ellos están Raúl, recostado en una camilla junto a una de las mesas, y Laura, de 48 años, una de las pocas del grupo que sabe leer y escribir. El clima es de alegría: hay risas, charlas animadas y, con aquellos que no hablan, como Raúl, intercambio de sonrisas.
Las actividades del CET se adaptan a las necesidades de los residentes. "Además hay un grupo de jóvenes que viven con sus familias, pero vienen durante el día a participar de los servicios que brindamos. Este dispositivo ambulatorio se abrió hace un año por la necesidad de muchas familias de la zona que no tenían adónde llevar a sus hijos", cuenta Leis. Y mientras recorre los pasillos, confiesa: "A veces me pregunto cuándo el Cottolengo se va a quedar quieto. Y la respuesta es que, gracias a Dios, nunca. Si bien es una institución muy grande, no es rígida, sino dinámica".
Una gran obra con foco en los más vulnerables




Cottolengo es el apellido de José Benito Cottolengo, un presbítero piamontés que en 1842 abrió una casa para acoger pobres, enfermos y abandonados. En honor a él, el sacerdote italiano Luis Orione -que llegó a la Argentina hace más de 80 años, con la misión de acompañar y atender las necesidades de las personas con discapacidad- llamó así a su gran obra.

Sin embargo, la Obra Don Orione no sólo se dedica a la atención de personas con discapacidad, sino también a la educación, a través de sus colegios; al cuidado de niños y adolescentes, mediante hogares convivenciales de minoridad; y a la evangelización en parroquias, capillas y centros misionales.

Con el Cottolengo se puede colaborar siendo voluntario, dejando una herencia de bienes a su nombre o donando dinero, ropa, muebles y electrodomésticos en buenas condiciones.
Cómo colaborar
Obra Don Orione
0800-333-6746
info@donorione.org.ar
www.donorione.org.ar

M. A.  



Cottolengo Don Orione: "Es mi lugar en el mundo. Nunca me cuesta venir a trabajar"
Paula Sixto | Médica clínica | 35 AÑOS
 

Con los rulos sujetos en una media colita, el estetoscopio colgando del cuello y la chaqueta violeta de su uniforme sobre una camiseta y un pantalón negros, la médica clínica Paula Sixto avanza por el hogar Ferrando Mixto. Allí, en sillas de ruedas o acostados en sus camas, están los aproximadamente 37 residentes con mayor nivel de dependencia de todo el Cottolengo. Son hombres, mujeres y niños con discapacidades intelectuales y físicas muy severas.
Siempre con una sonrisa, con voz y movimientos suaves, Paula intercambia indicaciones con colegas y gestos de afecto con sus pacientes. Tiene 35 años y desde hace algo más de cinco trabaja en "el Cotto", como llama con cariño a la institución. Luego del nacimiento de su primera hija, acaba de reincorporarse de su licencia por maternidad. "Este es mi lugar en el mundo. Nunca me cuesta venir a trabajar. Entro y estoy contenta", afirma.
Sentada en uno de los pasillos, recuerda el día en que una compañera del hospital de Adrogué, donde hizo la especialización, le contó que tenía que dejar de trabajar en el Cottolengo y que le parecía que ella podía reemplazarla. "Vos das con el perfil", le dijo.
"Entré y me enamoré del lugar y la gente", detalla Paula. Y asegura: "Uno está acostumbrado a trabajar en guardias y consultorios. Cuando entrás acá, ya respirás distinto. La luz es diferente. Te da hasta una cierta paz que en el ambiente médico no tenés nunca".
Mientras habla, Alex, un residente de unos 20 años que camina con gran dificultad, la interrumpe haciendo ruidos para llamar su atención. Se apoya sobre la mesa y saca una calculadora de una bolsita: con el índice, empieza a apretar algunos números. "Le gusta poner fechas: sabe perfectamente en qué día estamos y también algunos cumpleaños", explica Paula.
Sin palabras
Como la mayoría de quienes viven en ese hogar, Alex no habla. Pero la comunicación entre médicos y pacientes trasciende ampliamente las palabras. "Es una medicina muy linda y a la vez difícil la que hacemos acá. Volvés a la semiología más básica: a escuchar, sentir, ver, y a partir de lo que observás todos los días vas descubriendo lo que les pasa", sostiene. "Vivís el resultado con ellos, porque los acompañás todos los días. Eso no lo tenés en ningún otro lado."
A Paula no le costó adaptarse al Cottolengo. "Tengo un primo hermano, Juan Pablo, con quien nos llevamos 41 días y que tiene un retraso intelectual moderado. Para mí no era nada del otro mundo trabajar en discapacidad: es lo más lindo que me pudo pasar", confiesa. "Siempre quise hacer algo productivo con la carrera que estudié, y más útil que acá, ¿dónde?"
Para Paula hubo varios residentes que la marcaron a fuego. Uno fue Jonathan. "Teníamos una conexión especial: todo por medio de gestos que nos conocíamos mutuamente. Empezaba a hacer ruidos ni bien escuchaba mi voz, y hasta que no lo iba a saludar no paraba", cuenta. Con 20 años, Jonathan falleció en 2016. "Ellos son muy lábiles y uno tiene que estar preparado para poder afrontar eso", dice.
Trabajar en el Cottolengo es, en lo profesional, el broche de oro de su carrera: "Trabajé en un montón de lugares, privados y públicos, de día y de noche. Pero con esto me recibo de médica. Acá no hay soberbia: aprendés a ser humilde, bajás un cambio, admitís que hay cosas que no sabés porque no viste nunca, y partís desde ahí".
En lo personal, no se imagina en otro lugar. "Es una gran familia. Hay hasta un cementerio. Jonathan está enterrado acá", concluye.

P. S.

"Jamás pensé que llegar acá iba a ser un quiebre para mí"Carolina Casuscelli | Voluntaria | 34 AÑOS 
En 2009, con 26 años, Carolina Casuscelli se instaló un mes en el Cottolengo de Claypole para hacer una experiencia de voluntariado. No eligió ese lugar por algo en particular: surgió la posibilidad y aceptó, sin poder adivinar que ese hecho terminaría por darle un vuelco definitivo a su existencia.
"Me destinaron al hogar de la Pauli, que se llama Brian Mujeres, y ocupé una piecita ahí. Fue una de esas cosas que la vida te ofrece: jamás pensé que iba a ser un quiebre para mí", dice.
La Pauli es una de las residentes del Cottolengo. Tiene 34 años (igual que Carolina), parálisis cerebral y una discapacidad intelectual severa.
Mientras la lleva a pasear en su silla de ruedas por uno de los senderos que atraviesan el jardín, Carolina cuenta: "El primer día que llegué, la conocí. Ella estaba habitualmente en el pasillo del hogar. Siempre trataba de atrapar con las manos a los que pasaban, y como la mayoría de las chicas la conocían, sabían que tenían que pasar lejos si no querían que las agarre, porque tiene mucha fuerza. Pero yo le pasé cerquita y, flaquita como soy, me atrapó y no me liberó".
Lo que más la conmovió fue que, en el momento en que Paula la abrazó, se quedó tranquila. Luego de ese mes, Carolina volvió a su monoambiente a cinco cuadras del Obelisco, pero continuó pasando mucho tiempo en el Cottolengo. "Iba y venía. Tenía un bolso armado todo el tiempo -dice-. Me movía en transporte público, hasta que la Pauli empezó a estar bastante conmigo y mi mamá me dejó su auto."
Paula no tiene contacto con su familia biológica. Nació en la ex Casa Cuna (hoy Hospital Elizalde) y estuvo ahí hasta que, con 6 años, en septiembre de 1989, llegó al Cottolengo.
"Tiene marcha, pero no estabilidad. Gatea y da pasitos. En casa casi no usamos la silla de ruedas -explica Carolina-. Ella no habla. Es como relacionarte con un bebe: todo es a través del juego."
Carolina trabaja en un restaurante y además hizo la carrera de counselling. Desde hace un mes es la tutora legal de Paula y están juntas varios días a la semana: algunos, en el Cottolengo; otros, en su departamento. Además, una vez al mes viajan a visitar a la familia de Carolina a su ciudad natal, en San Francisco, Córdoba.
"Para todo mi entorno fue un caminito. Pasaron por ciclos de adaptación. Hoy, la Pauli es una más de la familia. Hubo todo un movimiento que resonó con esto: mis papás se involucraron con el Cottolengo de San Francisco y hay una chica de allá que también va a su casa", asegura Carolina.
Para ella, sumar a Paula a su vida también fue un proceso. Dice que en el Cottolengo encontró eso que venía buscando desde hacía mucho tiempo: la motivación y el sentido de su vida. "Jamás me imaginé que iba a pasar esto. A veces ella se despierta a las 4 de la mañana y aplaude, y yo me pregunto: ¿en qué momento terminé así, sin poder dormir?", admite entre risas.

C. C.

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