lunes, 18 de septiembre de 2017

LA HERENCIA DE SAM SHEPARD


Sam Shepard, nómade de ningún lugar
Dos buscadores, que reúne la correspondencia del escritor, dramaturgo y actor fallecido hace pocos días con un viejo amigo, arma un retrato oblicuo del artista, cuya vida y obra fueron una síntesis de opuestos
Fue el último febrero cuando Sam Shepard (1943-2017) publicó The One Inside, una breve narración en la que presente y pasado -un rasgo de estilo en la obra del norteamericano- se interpenetran y confunden. El paisaje es a todas luces el oeste en el que se crió el escritor. Un hombre mira el alba por la ventana mientras repasa su vida y se escucha el rumor de los árboles y de los coyotes cercanos. Está en prosa, pero esas páginas cargadas de teatralidad son lo más cerca que Shepard estuvo de la autobiografía deliberada, un género del que siempre renegó: aparecen el teatro y los sets de filmación, los tiempos del jazz y del rock, que conoció de primera mano, los Estados Unidos de una infancia distante y también, como un enigma al que siempre se vuelve a interrogar, la figura conflictiva del padre. Shepard, que murió hace poco , fue tan reservado respecto de su enfernedad (padecía esclerosis lateral amiotrófica), que nadie tomó ese texto seco y poético como lo que en realidad era: una forma de despedida.


Sam Shepard.
Ese concentrado cierre literario parece responder, a su manera, a su visibilidad pública como hombre de teatro y actor, tareas subsidiarias o complementarias que con demasiada frecuencia borronearon el lugar central que ocupaba su producción escrita. Shepard era una síntesis de opuestos, y esa contradicción motoriza toda su obra. Un norteamericano de raíces rurales y provincianas que se había sumado al fragor urbano sin olvidar ni poder desprenderse del origen. Le gustaba definirse como un nómade de ningún lugar, aunque atado a su pesar a un territorio amplio, sin centro preciso, inevitablemente norteamericano. Se había criado en una finca en el oeste, con un padre alcohólico por vocación (las palabras son de Shepard), y esa experiencia, además de la lectura de Samuel Beckett, marcaría no sólo su huída hacia el este, sino también su teatro, donde las tensiones de familia, la virilidad y la crueldad, los horizontes a la John Ford y la fragilidad de la identidad arman nudos dramáticos e insolubles. Escribió más de medio centenar de piezas teatrales (El verdadero Oeste y Locos de amor son tal vez las más importantes), que lo convirtieron en una figura clave del teatro del último medio siglo.
Cuando en las entrevistas alguien aludía a su estampa fotogénica, que tanto favoreció su carrera en el cine, Shepard respondía que quien lo decía no lo había conocido en la adolescencia, cuando trabajaba en el campo y tenía los dientes podridos, a la miseria. En todo caso, el dramaturgo elegía bien en qué películas poner la cara. Su primer papel fue en Días del cielo (1978), una cinta de Terrence Malick que por su paisaje y pasiones podría haber salido de su pluma. Se lo recuerda por Elegidos para la gloria (1983), la épica espacial de Philip Kaufman, pero casi nadie se acuerda de reivindicar su gran protagónico en la versión que Volker Schlöndorff hizo del Homo Faber de Max Frisch (El viajero, de 1991). Dejó a su primera mujer por una actriz deseada por todos (permaneció más de treinta años junto a Jessica Lange), y eso lo llevó a la crónica sentimental. Su trabajo como guionista lo volvió contraseña cool: no sólo puso, muy joven, su firma en Zabriskie Point (la aventura americana de Michelangelo Antonioni) o colaboró con su amigo Bob Dylan, en Renaldo y Clara. También dio forma con Wim Wenders a París, Texas, una película clave para el desarrollo del cine independiente de los años ochenta. El film se inspiraba en sus Crónicas de motel, su primera colección de textos breves y fulgurantes.



Podría decirse que, además de escribir y actuar, Shepard tuvo una vida. The One Inside no se conoce todavía en castellano, pero sí acaba de publicarse en la ArgentinaDos buscadores (Editores Argentinos), que permite indagar su figura desde la máxima cercanía. El volumen reúne la correspondencia con su viejo amigo -y en algún momento suegro- Johnny Dark. Si el dramaturgo se negaba a la literatura vulgarmente confesional, esta compilación de cartas, que cubre 40 años de intercambios, es lo más parecido a un retrato oblicuo del artista. No sólo el lector descubre, en la estela de los beatniks, muchas curiosidades vitales del escritor (sus coqueteos, al comienzo, con las enseñanzas de Gurdjieff, los años que pasó en Londres, el drama familiar cuando decide irse con Lange), sino también el papel insustituible que cumple la literatura frente a las liviandades mundanas ("La escritura ha sido realmente vida y cuando no estoy escribiendo me siento peor que inútil", le confiesa hacia al final a Dark). Con el paso de los años, el epistolario se vuelve más denso e interesante. Shepard declara su amor por Chejov o Tolstoi, pero también por Antonio Machado, su poeta favorito. Alude a su encuentro con Roberto Bolaño ("un escritor chileno demente que no se parece a nadie con quien me haya topado antes") o cuenta, como hace en 2001, su método para superar el temor a la página en blanco (extrae y copia frases de viejos cuadernos para tener la ilusión de estar trabajando).
Es una de las ventajas conmovedoras de las correspondencias: puede que quienes las escribieron ya no estén, pero de alguna manera misteriosa -ocurre aquí con Shepard- están inscriptos en ellas, como si siguieran ahí, para siempre.

P. B. R.

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