Ya era de noche. Las velas y las lámparas de kerosene daban aquella luz ámbar que había elegido para su silencio, ya no importaba el chelo o el violín. Saint Saens dormía desde hacía semanas entre las lágrimas del deseo y del sabor.
Había pasado la tarde cosechando espárragos blancos, eran enormes, jugosos y crocantes. Dispuso dentro de una cacerola una decena de escalonias cortadas muy finas con manteca a rehogar. Los espárragos pelados y vueltos a atar con hilo de algodón habían sido hervidos, parados dentro de un caldo de hinojos hasta que estuvieron tiernos; las puntas, pasadas por una etamina de metal, dejaron un cuantioso puré blanco y delicioso.
Con la ayuda de una salsa blanca muy liviana hecha con las escalonias y el caldo de hinojos hizo una sopa que mantuvo caliente a baño María. Unas tostadas de pan de nueces fueron untadas con queso Patagonzola, neuquino, de los hermanos toscanos, que tenía un carácter de gloria; cremoso, agudo y elegante, sería compañía de sopa y ensalada de endivias cortadas al effiloché de mostaza.
En cada una de sus casas dormían los pinceles de marta y los pomos de acuarelas que habían pintado lo que, él creía, fueran los rasgos y el pulso de los años vividos. Vividos a flor de piel, como una llaga abierta o como un hijo recién llegado al abrigo materno, al tibio silencio de padre que comprende vida y amor.
Y pensaba.
Vivir toda una vida para darse cuenta, finalmente, de que su más grande amor olvidado había sido un árbol, un cerezo. El cerezo de su niñez en el cual, comenzado el verano, vivían en alborotos los zorzales comiendo henchidos los deliciosos y gordos frutos rojos, casi negros como las sotanas de monjes, púrpuras de lujurias y encendido roce.
A aquella edad era difícil comprender que era un carozo, una semilla. Se escupían de a tres con la boca aún llena de pulpa, los dientes morados de amor. Los bolsillos colmados, empapados, teñidos de granate, para subir a la bicicleta y rondar el círculo de los frambuesales, las grosellas y las parrillas rubias.
A veces pensaba: si la segunda casa no se hubiera construido, el cerezo estaría aún allí, majestuoso con sus ramas fuertes, capaces de sostener una poblada de niños. Algunos veranos no daba casi fruta; otros rebasaba de generosidad. Se preguntaba si la tala habría sido de mañana con rigor de hacha, pico y pala, buscando sus raíces para dar lugar a un sueño nuevo, una casa que no lograría contener nunca su grandiosidad, su calma implacable. Una casa que había trastabillado entre los impulsos de una familia que se desarmaba, ella era el símbolo de algo nuevo, una ilusión que como un vaso de agua en la arena se perdería sin espera, dejando una tierra yerma, un espacio vacío que aún reconocía en su memoria de nostalgias.
Cómo hubiera querido poder ver sus hojas verdes mojadas por la lluvia, o visitarlo en invierno cuando dormía entre nieves. Sí, aquella primera casa, la anterior, aquel parque imprescindible fue el que atañó cada uno de los pasos dados luego. Abrazos, batallas, escaramuzas. La vida acometida por un jardín, un parque heroico con sus montañas abruptas y su lago azul de percas y vientos.
En cada una de sus casas dormían los pinceles de marta y los pomos de acuarelas que habían pintado lo que, él creía, fueran los rasgos y el pulso de los años vividos. Vividos a flor de piel, como una llaga abierta o como un hijo recién llegado al abrigo materno, al tibio silencio de padre que comprende vida y amor.
Y pensaba.
Vivir toda una vida para darse cuenta, finalmente, de que su más grande amor olvidado había sido un árbol, un cerezo. El cerezo de su niñez en el cual, comenzado el verano, vivían en alborotos los zorzales comiendo henchidos los deliciosos y gordos frutos rojos, casi negros como las sotanas de monjes, púrpuras de lujurias y encendido roce.
A aquella edad era difícil comprender que era un carozo, una semilla. Se escupían de a tres con la boca aún llena de pulpa, los dientes morados de amor. Los bolsillos colmados, empapados, teñidos de granate, para subir a la bicicleta y rondar el círculo de los frambuesales, las grosellas y las parrillas rubias.
A veces pensaba: si la segunda casa no se hubiera construido, el cerezo estaría aún allí, majestuoso con sus ramas fuertes, capaces de sostener una poblada de niños. Algunos veranos no daba casi fruta; otros rebasaba de generosidad. Se preguntaba si la tala habría sido de mañana con rigor de hacha, pico y pala, buscando sus raíces para dar lugar a un sueño nuevo, una casa que no lograría contener nunca su grandiosidad, su calma implacable. Una casa que había trastabillado entre los impulsos de una familia que se desarmaba, ella era el símbolo de algo nuevo, una ilusión que como un vaso de agua en la arena se perdería sin espera, dejando una tierra yerma, un espacio vacío que aún reconocía en su memoria de nostalgias.
Cómo hubiera querido poder ver sus hojas verdes mojadas por la lluvia, o visitarlo en invierno cuando dormía entre nieves. Sí, aquella primera casa, la anterior, aquel parque imprescindible fue el que atañó cada uno de los pasos dados luego. Abrazos, batallas, escaramuzas. La vida acometida por un jardín, un parque heroico con sus montañas abruptas y su lago azul de percas y vientos.
Sus reflexiones fueron interrumpidas por el ruido de la puerta, sus hijos y mujer llegaban cubiertos de camperas y bufandas, traían el frío del Sur, el mismo que había sido el bálsamo de su niñez. Cuando se sentaron a la mesa y comieron entre vinos los suculentos pollos asados, precedidos por la sopa, pensó si también ellos tendrían en su legado un cerezo, un símbolo de flor y fruto como el suyo, una pérdida tan sustancial como fundamental, elemental y de arraigo.
Miró su enorme cicatriz en la mano. Era tan grande como la del cerezo. Ambas habían sido sanadas, pero no olvidadas.
F. M.
Miró su enorme cicatriz en la mano. Era tan grande como la del cerezo. Ambas habían sido sanadas, pero no olvidadas.
F. M.
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