jueves, 7 de septiembre de 2017
HISTORIAS TENEBROSAS
Entre los varios libros que proyecté escribir, están los que no escribí porque ya los escribieron otros y los que no tendré nunca el ánimo de escribir. A la primera categoría pertenece, por ejemplo, Tumbas de poetas y pensadores, en el que Cees Nooteboom se adelantó a colonizar mi pasión por la visita a los cementerios. A la segunda -la de los libros que no escribiré por desidia o superstición- tengo que contar una antología que recupere las circunstancias y los pormenores de la muerte de algunos (sólo algunos) artistas.
A pesar de la defección, en un caso y en el otro me guiaba una misma convicción, un idéntico presupuesto: el de que la única mitología que nos fue dado legar a nuestros hijos es la de las vidas y las muertes de los artistas.
De todas esas muertes, ninguna hay que conmueva más que la de Honoré de Balzac. Antes que nada, una palabra sobre él: Balzac fue, bajo la forma de la ficción, lo que todo cronista periodístico habría querido ser: aquel que no sólo registró la historia (la suya, la de la Francia posterior a la Revolución), sino quien la contó de tal manera que la historia misma pasó a ser eso que él contó.
No por nada, Karl Marx usaba sus novelas como referencia para sus análisis económicos. Claro que Marx -como en muchas otras cosas él mismo y sus epígonos marxistas- no entendió nada: Balzac era conservador, católico, monárquico y le tocó contar un mundo (el que él quería para sí mismo) que se desintegraba, y lo que importa no es sólo testimonio de lo que se desintegra, sino la tragedia de lo desintegrado.
Y hablando de tragedia, no hubo otra más sórdida que la de la muerte de Balzac. Permítanme aquí un breve desvío. En noviembre de 1907, el escritor Octave Mirbeau se disponía a publicar un libro singular: el relato, más bien caprichoso, de un viaje en auto: La 628-E8 era el título imprevisto. Entre toda clase de digresiones, había tres capítulos dedicados a Balzac: "Avec Balzac" ("Con Balzac"), "La femme de Balzac" ("La mujer de Balzac") y "La Mort de Balzac" ("La muerte de Balzac"). Esos capítulos no formaron finalmente parte de la edición original porque la hija de la mujer de Balzac prohibió el libro. Por fin, un misterioso editor publicó en 1908 el libro La Mort de Balzac (La muerte de Balzac). ¿Cuál fue el motivo del escándalo? La muerte, justamente, ni más ni menos.
Mirbeau "adoraba" a Balzac. Lo admiraba sin reticencias. "La fiebre, la exaltación, la hiperestesia, eran el estado normal de su carácter." Conocía todos los vicios y todas las virtudes. Hasta aquí la admiración; entonces llega después la elegía.
El pintor Jean Gigoux, amante de Madame Hanska, la mujer de Balzac, le contó a Mirbeau una historia un poco siniestra.
Balzac estaba enfermo, muy enfermo. Había llegado enfermo ya de un viaje a Rusia. Sufría de los pulmones, del corazón, de los riñones. Le hacían punciones. El abuso del café fue una causa concurrente: Balzac lo tomaba como un narcótico para mantenerse despierto y cumplir con su misión: ser el secretario insomne de la historia con mayúsculas. El 18 de agosto (de 1850), Balzac le pidió sinceridad a su médico Nacquart. "Dígame la verdad, ¿cuándo voy a morir". Los ojos del médico se llenaron de lágrimas: "No pasa de esta noche".
Como en una comedia de enredos, esa misma noche llegó Gigoux a su encuentro con Hanska, a la que encontró ya maquillada, peinada y con "los brazos desnudos".
Nada impidió el encuentro de los amantes, ni siquiera las quejas de Balzac, que agonizaba a pocos metros. Al contarle su historia a Mirbeau, Gigoux quiso expiar su culpa.
Una comedia de enredos, dije antes. Una Comedia humana, como el gran título de Balzac, debería haber dicho. Lean a Mirbeau, si pueden, pero antes lean a Balzac, el hombre que contó el mundo en el que todavía vivimos: sólo unos poquísimos artístas tienen el poderío para inventar un mundo que los incluya como autores y como personajes.
P. G.
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