viernes, 15 de septiembre de 2017

LECTURAS RECOMENDADAS



El punto de partida es preciso: Stephen King es un novelista. Uno de los más talentosos y prolíficos, y uno de los más famosos y mejor remunerados en el mapa literario de los Estados Unidos y del mundo. ¿Novelista de terror? ¿Novelista realista? ¿Novelista fantástico? ¿Novelista "confesional", aunque él aclare que "no se dedica a eso"?
A los 69 años, y con decenas de best sellers adaptados a todos los formatos audiovisuales conocidos, a King no le da pudor aceptar que el reconocimiento y las ganas de escribir le permiten despreocuparse de estos detalles. "Pueden llamarme cualquier cosa, como suele decirse, siempre y cuando no me llamen tarde para la cena", bromea en uno de los prólogos con los que anticipa cada uno de los cuentos de El bazar de los malos sueños. De hecho, es mediante estas introducciones, intercaladas con inteligencia antes de cada relato, y diseñadas con la dedicación de quien sabe que está obligado a "vender este género cuando los demás vendedores se han ido a casa hace ya rato", que King intenta convencer a sus propios lectores, al mismo tiempo que revela detalles sobre su vida, de que como cuentista también tiene (o le gustaría mucho tener) algo que ofrecer. Aun cuando "si dijera que siempre me ha gustado la rigurosa disciplina impuesta por las obras narrativas más breves, mentiría".
El bazar de los malos sueños ofrece así veinte relatos, entre algunos conocidos y otros inéditos, y arrastra en el conjunto las desigualdades inevitables de cualquier recolección. Todos, aclara King como si anticipara las posibles objeciones, fueron retocados y corregidos para la ocasión ("la obra de un autor no está terminada hasta su muerte", dice).
En el despliegue general, que incluye dos historias escritas en verso -"La iglesia de los huesos" y "Tommy-, la curiosidad le sirve, por ejemplo, para contar que ha escrito "cientos de poemas" aunque "no he publicado más de cinco o seis" (y el motivo, dice King, es concreto: "No soy gran cosa como poeta"). Pero otros cuentos, como "Batman y Robin tienen un altercado" -uno entre los más recientes-, demuestran de qué manera, y más allá del conocimiento que cualquiera tenga sobre su obra como novelista, la madurez narrativa de los mismos recursos que escribieron El resplandor pueden provocar algo tan virtuoso a la hora de pincelar una historia breve desde un elemento tan simple como un hijo que se ocupa del Alzheimer de su padre.




Por supuesto, también hay cuentos -como "La duna"- que a pesar del entusiasmo de King son menos eficientes que la presentación que les dedica, y en la que aprovecha para describir de qué modo, a veces, surge eso que suele llamarse inspiración: "Uno anda metido en sus cosas, sin pensar en nada en particular, y de pronto, «pumba», llega una historia en Entrega Express, perfecta y completa. Sólo hay que transcribirla".
La curiosidad más atractiva de El bazar de los malos sueños tal vez esté precisamente en ese cociente final entre la calidad variable de los cuentos y la calidad invariable de esas veinte breves introducciones con las que Stephen King, entre recuerdos, quejas y juicios críticos, insiste en subrayar que "cada día dedicado a escribir es una experiencia de aprendizaje, y una pugna por lograr algo nuevo". O que "la lectura fluida es fruto de un trabajo de redacción arduo, dicen algunos profesores, y es la verdad" (por qué prefiere a los Rolling Stones en vez de a los Beatles, cómo vendía su propia sangre cuando era "un alcohólico en ciernes" y cómo cerrar negocios con Amazon son otras de las cuestiones circundantes).
En cada uno de esos fragmentos, que recuerdan al King iluminador y autobiográfico de Mientras escribo, se completa la imagen del hombre que imagina y escribe -e insiste en defender, a veces sin excesivo convencimiento- cada una de las piezas de un libro que, a veces, reconoce como ejercicios de espera mientras germinan nuevas novelas.

El bazar de los malos sueños
Por Stephen King
Plaza & Janés. Trad.: C.M. Soler. 602 páginas. $ 449







Así como el pasado es el eje con el que dialoga o al que retorna la gran mayoría de las historias -lo que se cuenta no es la totalidad, sino un eslabón de una cadena más extensa-, el viaje, real o metafórico, representa la situación narrativa por excelencia. Viajar es desconocerse, buscar, revelar, perderse; el viaje es, por lo tanto, el medio ideal para "la aventura", para que suceda algo nuevo. No extraña entonces que la ficción haya utilizado desde siempre el espacio del hotel como uno de sus escenarios privilegiados y algo más que simple refugio del viajero.




Eduardo Berti ha perfilado en los últimos años diversas antologías temáticas, entre ellas una, en colaboración con Edgardo Cozarinsky, en torno a la figura de Jorge Luis Borges. En Vidas de hotel, esa clase de establecimientos actúan como núcleo o disparador de un abanico de historias muy diversas pero que, a partir de ese epicentro común, permiten reconocer ciertas temáticas persistentes o determinados patrones de conducta. Así, la fugacidad, y también lo falso, marcan el pulso de muchos de los relatos, y a propósito de ello, el fraude y otras clases de delitos.
El hotel es, asimismo, disparador de múltiples equívocos, y por ellos transitan con comodidad tanto la comedia como el absurdo. "Una trama literaria -señala Berti en el prólogo- es un espacio donde suelen cruzarse dos o más fuerzas, dos o más personajes. No son fruto del azar, en tal sentido, los paralelos entre "texto" y "textil": las historias se "tejen"; las tramas se "urden"; los conflictos se "entretejen"; las peripecias se "hilvanan"; hay un "hilo" argumental. [.] Así como para tejer hace falta que se crucen dos agujas, a las tramas literarias les son poco menos que indispensables los encuentros y, por ende, los territorios favorables a toda suerte de cruces". En esa introducción, el antólogo se ocupa también de las infinitas combinaciones que se dan en ese teatro que es, en la narrativa pero también para otros géneros, el hotel.
De la treintena de relatos que incluye esta colección, casi los únicos que evaden el humor son -con la excepción de Macedonio Fernández y uno de sus incomparables contrasentidos- los escritos por autores argentinos (Cortázar, Piglia y De Santis), aun cuando el de Juan José Saer invite a ser abordado desde una distancia algo tragicómica. La comedia es el denominador común de la mayoría de los textos, y la relativa brevedad de casi todos ellos pone énfasis, a la manera clásica, en el efecto final. De los muchos que emplean esa estructura, que podría reducirse a la revelación de algo que todo el tiempo aparentó ser otra cosa, acaso el más delicioso sea "Una tarea vocacional", de Saki (1879-1916). En él, el autor inglés nacido en Birmania evidencia su inimitable pulso para combinar elegancia y absurdo. Aunque muy conocido, "Los extraviados", ese pequeño paso en falso de los encantadores y beodos personajes de Chéjov, recuerda que pocos están a su altura a la hora de construir simpatías.
El texto elegido de Scott Fitzgerald -"Indecisión"- quizá no termine de hacerle justicia, al igual que "La casa de huéspedes" al Joyce de Dublineses, pero uno de los placeres de Vidas de hotel es descubrir, o bien reencontrarse, con la imaginación singular de algunos autores menos reconocidos como Jean Lorrain, Jacques Sternberg o Alphonse Allais. Por otra parte, los cuentos de dos contemporáneos como el irlandés William Trevor y el norteamericano Stephen Dixon se hallan sin duda entre lo mejor del volumen, una suerte de confirmación para el lector local que, en los últimos tiempos, ha comenzado a habituarse a la sordidez de sus mundos.
Por último, el apéndice en el que Berti cuenta la historia de seis hoteles emblemáticos resulta un contrapeso ideal para el libro, una vuelta a la realidad después de haber comprobado que casi todo, en esos lugares, es posible.
VIDAS DE HOTEL
Por Eduardo Berti (Compilador)
Adriana Hidalgo. 343 páginas, $ 395

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