sábado, 16 de septiembre de 2017

TECNOLOGÍA.......;DIFERENTES MIRADAS



Dos personas miran la misma pantalla. La misma página Web. Digamos, una tienda online. Una de las dos ve la opción del carrito. La otra, no. O alguien te pide ayuda, como me pasó aquí el otro día. Le decís que haga clic en Inicio. Que vaya a Dispositivos e impresoras. Y no hace nada, no está viendo la opción, que está, sin embargo, ahí, bien clarita. ¿Qué hace uno? ¿Le dice? Si le dice, el otro se va a sentir un tonto, porque el carrito y la opción Dispositivos e impresoras no podrían estar más visibles. Ahora, si uno no le dice y el otro las descubre por las suyas, le quedará la duda de si todo el rato no estuvimos pensando Si será pánfilo, que no lo ve. Cosa que por supuesto no estamos pensando, pero que no le podemos decir que no estamos pensando porque si lo hacemos va a estar seguro de que era precisamente lo que estábamos pensando. No sé si me siguen.
Pero todo tiene una vuelta de tuerca, y suele ocurrir que al mirar juntos la pantalla tu interlocutor se siente como dando examen y le toma todavía más tiempo descubrir opciones y botones, porque en lugar de estar concentrado en la pantalla sospecha que está haciendo un papelón, y cuanto más tiempo pasa, más se abatata. Al final, recurrimos al Dejame a mí, lo que es una mala idea, porque la única forma de aprender algo es haciéndolo. Y porque existen las personas zurdas.
La primera vez que me pasó esto, un número importante de mis neuronas se pusieron a especular qué cosa estaría pasando con esa máquina para que el botón principal abriera menús contextuales y no sirviera para hacer el clic predeterminado.
-Soy zurda, Ariel -me dijo mi colega, luego de verme tropezar por todo el Escritorio de Windows, con lo que mis neuronas se sintieron muy en off side. Desde ese día -han pasado como 20 años- practiqué hasta poder usar un mouse configurado para zurdos sin problemas. Con mi mano derecha, se entiende. Porque si yo fuera zurdo no me gustaría que los demás me cambiaran la configuración del ratón o se quejaran de la dificultad de usa mi máquina. Puede parecer una tontería, pero es increíble cómo se les complican las cosas a las personas zurdas. Son ellos los que de verdad tienen derecho de quejarse.
Estos son algunos de los muchos momentos incómodos que nos regala la revolución digital. Pero la movilidad ha profundizado mucho tal estado de cosas. Con 7000 millones de celulares en el mundo, casi todos hemos padecido al sujeto que negocia no sabemos qué a los gritos en el bar, la señora que devela intimidades indelicadas en la sala de espera del dentista o el peripatético de oficina, que recorre kilómetros despotricando como si estuviera solo. Ya he visitado esto en otra columna, por lo que no abundaré.
Pero siempre me he preguntado por qué no nos resulta irritante que dos personas hablen en un bar, mientras que el tipo del celular (en el mismo bar) nos inspira pensamientos inconfesables. Está difícil. Podríamos convocar a una mesa debate. Prima facie, tengo la impresión nuestro ADN no está preparado para procesar el teléfono. Para el inconsciente, el sujeto está hablando solo y, por lo tanto, tiene dos o tres remaches sueltos. Si, además, grita, entonces es un loco peligroso. La parte irracional se pone entonces a decidir si huye o pelea. Estrés se llama.
Se imaginan la cantidad de veces que viene alguien a consultarme porque pasa algo raro con su teléfono. Las notificaciones se han desactivado, no abre WhatsApp, no puede entrar a su correo, no entran llamadas, no sincronizan los contactos, y la lista sigue. Ocasión para otro momento incómodo muy común. Me dan el teléfono, busco la solución y tan pronto corrijo el problema, empiezan a caer mensajes. En ese momento, y dependiendo del contenido de los chats, la otra persona me sacará el equipo de las manos con un zarpazo gatuno, a veces con una excusa conturbada.
El smartphone ha convertido ciertas prácticas en las que uno podía mantener su espacio vital más o menos intacto en algo casi promiscuo. Por ejemplo, mostrar una foto. Antes tenías una buena pantalla, le dabas doble clic a la imagen y la otra persona podía verla sin que ambos quedaran cheek to cheek. Ahora el asunto se transforma en un forcejeo en el que el dueño del teléfono intenta no soltarlo, mientras que el convidado trata de agarrarlo porque de otro modo no ve nada. Todo esto mientras la pantalla va rotando una y otra vez, siempre con cierta demora, y en el duelo de manos es fácil que alguno deslice los dedos sobre la pantalla, exhibiendo así otra imágenes, que no siempre nos dejan bien parados. Selfies ridículas, un plato de pasta fuera de foco, la góndola de una verdulería (no sabíamos cual de todos esos vegetales extravagantes era el radicchio), un par de zapatillas y el video de un murciélago que había entrado en el living (el murciélago, por supuesto, no llega a distinguirse, aunque sí se oyen los gritos de los chicos y los ladridos del perro y se observa un gato blanco y negro que corre como un fantasma sobre las mesadas de la cocina tirando zarpazos al aire).
No falta, por supuesto, el entrometido que mira la imagen que le estás mostrando y después repasa las otras 632 fotos que tenés en el teléfono. Sin que se le mueva un pelo, ojo. Y las comenta, además.
Situación enojosa, si las hay, es la de hablarle a alguien que de pronto se pone a mirar su celular. Pero todavía más enojoso es el diálogo que, con pequeñas diferencias, suele darse entre amigos y cónyuges.
-Bueno, como te contaba, entonces viene González y me pregunta si había enviado el informe sobre la planta de Pergamino., estás con el teléfono, no me estás escuchando.
-Sí, sí, "entonces viene González y me pregunta si había enviado el informe sobre la planta de Pergamino".
A. T. 

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