domingo, 17 de septiembre de 2017

LA FELICIDAD COMO IMPERATIVO


La búsqueda de la felicidad parece haberse convertido en el Santo Grial moderno, nos sentimos tan entusiasmados como obsesionados con el tema: un creciente número de organizaciones empezaron a medir los niveles de satisfacción de sus empleados y tienen "coach", los gobiernos instauran sus propios índices y ministerios de la felicidad (el Reino Unido e India están entre los países que tienen uno), las farmacéuticas se pelean por encontrar la droga de la alegría (Wellbutrin se postula como la novedad más "efectiva"), los psicólogos discuten el mejor método para alcanzarla y casi todos escriben sobre esto con el boom editorial del Self-help (autoayuda).

Sin embargo, entre idas y vueltas, tendencias y estratagemas para conquistarla, lo cierto es que nadie se puede poner de acuerdo respecto de en qué consiste la felicidad. Decir que existen distintas respuestas para cada persona suena a una relativización demasiado cómoda, aunque puede tener algo de verdad. ¿Es la felicidad algo subjetivo o puede ser objetivamente medida en base a ciertos parámetros?, ¿cuáles son las mejores estrategias para alcanzarla?, ¿cuánto de conciencia y cuánto de ignorancia conlleva el ser feliz?, ¿qué rol juega el autoengaño en la satisfacción?
Cuando se trata de parámetros externos, en particular de rankings como el World Happiness Report (en el que Noruega se encuentra en el primer puesto y la Argentina en el número 24), las variables utilizadas no parecen terminar de alcanzar para cubrir el concepto. O mejor dicho, se ajustan más a la idea de "bienestar" que de felicidad. Por ejemplo, se toman como referencia aspectos como la libertad, los cuidados que reciben los ciudadanos, la honestidad, la salud o los ingresos, medidos en base a encuestas de percepción de los habitantes sobre sí mismos, el PBI, la cobertura social, la esperanza de vida y la confianza en las instituciones, así como los índices de corrupción. Factores que si bien pueden indicar que un país tiene instituciones sólidas, el sistema de salud funciona bien o que sus habitantes no son explotados, todos alicientes para lograr la felicidad, no necesariamente la garantizan.
Un caso representativo de esta paradoja es precisamente el de algunos países nórdicos como Finlandia, con buenos estándares de bienestar, que sin embargo presentan altos índices de depresión, homicidios, portación de armas y suicidios.
En este sentido, no todo lo que brilla es oro dicen, y aquí surge la primera divisoria de aguas entre felicidad y bienestar o felicidad vs. bienestar.
Si bien localmente se encuentran pocas estadísticas sobre el tema, la mayoría de los estudios se enfocan en las prácticas, hábitos y objetos que nos hacen felices, es decir, la segunda parte de la ecuación. Por otro lado, por la naturaleza de las cosas que se suelen describir como aportantes al contexto de la propia felicidad (viajes, comer algo rico, dormir bien, salidas, compartir con los afectos, etcétera), la sensación que queda es que estamos hablando de algo más cercano al bienestar. Una trampa conceptual que vale la pena remarcar.
Y si acaso existe una tendencia a reemplazar bienestar con felicidad, la pregunta que surge es: ¿está mal quedarse con el bienestar? Los seguidores del hygge, una nueva doctrina danesa para ser feliz que es furor en el mundo, plantean que no. El hygge, un concepto acuñado por los daneses que no tiene traducción literal, refiere al hecho de sentirse bien a través de prácticas orientadas a disfrutar de la vida, ya sea pasar tiempo con los afectos o sentarse al fuego y disfrutar de una taza de chocolate caliente. Según Meik Wiking, el jefe ejecutivo del Happiness Research Institute en Copenhague, y autor del libro The Little Book of Hygge, con el hygge se trata de lograr la felicidad de todos los días. La fascinación con el hygge ha desatado un fenómeno editorial que no muestra señales de extinguirse y que habla bastante de la época, y que, según explican desde Penguin, se debe a una razón muy simple: "Las publicaciones relacionadas con lifestyle hoy tratan sobre privarse de cosas o «reducir», en cambio el hygge es lo opuesto a eso, se trata de abrazar las pequeñas cosas que nos hacen bien y los lujos que hacen la vida grandiosa. Es básicamente la antítesis de lo que se ha estado diciendo últimamente". Sea como sea, podría ser el secreto que hace que Dinamarca aparezca todos los años en el top de países más felices. "Hemos realizado estudios sobre por qué a Dinamarca le va tan bien, y hablamos de la seguridad social, la igualdad, la riqueza y la tolerancia. Pero tal vez el hygge es la parte faltante del rompecabezas", arriesga Wiking.
En el otro extremo y con estadísticas que señalan un gran índice de insatisfacción en sociedades como la norteamericana o la británica (un tercio de los americanos y casi la mitad de los británicos declaran que se deprimen con frecuencia), sociólogos como William Davies se preguntan de forma crítica sobre el negocio detrás del boom del bienestar. En su libro The Happiness Industry (2015), Davies habla de la vigilancia y la manipulación constante de nuestras emociones por parte de las corporaciones y los Estados para que seamos ciudadanos felices y funcionales. El "happinessmanagement" o "happinessnudging" (intervenciones estatales para reorientar el comportamiento hacia prácticas saludables y virtuosas), es algo cada vez más común y algo por lo que el propio Davies se pregunta desconfiado, además de una rama relativamente reciente de la investigación.
Lo que los estudios y encuestas estándar de este tipo suelen hacer es intercambiar la idea de felicidad con la de bienestar o satisfacción cotidiana. Desde un punto de vista histórico de los conceptos, numerosos pensadores establecieron una clara diferencia entre estos dos términos. Tratando de alumbrar sobre la cuestión, el filósofo John Stuart Mill propuso distinguir ambas nociones diciendo que una persona puede estar satisfecha en las cuestiones más básicas (necesidades básicas), pero que la felicidad tiene que ver con motivar el intelecto -y podríamos agregar el espíritu-. Por ende, uno puede estar satisfecho y ser infeliz, o viceversa. Los estoicos, por su parte, creían que el camino a la iluminación era minimizar las emociones negativas como la tristeza, la ira o la queja; los científicos hoy en día parecen tener una definición muy concreta de lo que la felicidad es: hablan de la combinación de dos factores, emociones positivas, cómo te sentís con respecto a una determinada experiencia en un momento, por un lado, y una satisfacción general con la vida, por otro (enfoque situacional vs. integral).
Finalmente, y como una esperable reacción ante el abuso de la autoayuda con sus constantes llamados a poner buena cara al mal tiempo, una nueva filosofía sugiere un camino diametralmente opuesto: abrazar las emociones negativas y capitalizarlas. Uno de los más arduos defensores de este incipiente paradigma es el escritor Oliver Burkeman, quien en su libro El Antídoto: felicidad para gente que no puede soportar el pensamiento positivo nos propone lo que él denomina un "enfoque negativo hacia la felicidad". Lejos de ser un oxímoron, Burkeman explica la utilidad del pensamiento negativo en tanto nos hace estar alertas, planificar y anticiparnos, y sobre todo, enfrentar nuestros peores temores, ayudando a reducir la ansiedad. Asimismo, plantea que vivir tratando de no fallar es un estado absolutamente estresante y fútil, y que poner tanto foco en "ser felices" desvirtua el objetivo y hace que nos autosaboteemos.
¿Es posible ver un lado constructivo en la negatividad? Habrá que empezar a pensar en otras formas de entender la felicidad, nuevas estrategias para alcanzarla, y tal vez, como propone Burkeman, dejar de preocuparse tanto, respirar hondo y dejar que las cosas fluyan con más naturalidad.
L. M. 

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