Viajar no es lo mismo que hacer turismo. Viajar es aflojar los lazos que nos atan a los escenarios, las rutinas y las personas de siempre; a todo lo que, a fuerza de repetirse, provoca en nosotros reacciones predecibles que responden más a las demandas del entorno que a nuestras propias pulsiones. Uno viaja para reconocer dentro aquello que todavía no ha despertado o no ha encontrado eco en el mundo delimitado en que habita. Esto no supone grandes peripecias. Se trata de estar disponible, de dejar los planes de lado para decidir el día y el rumbo a través del diálogo que establecemos con los lugares y la gente. El turismo se asienta en una idea opuesta, la de compartimentar el día en un cronograma que permita conocer aquello que las agencias dicen que hay que conocer. Convertido en consumo, hoy el viaje es otro triunfo del reino de la cantidad: en la industria del turismo todo se cuenta de a millones. Lo paradójico es que a medida que crece el turismo se van reduciendo los lugares adonde se puede viajar.
Me produjo una mezcla de tristeza y nostalgia la noticia de que Machu Picchu está al borde del colapso. Entre julio y septiembre, dice la información, es tanta la gente que quiere conocer las ruinas que la sensación general es de agobio. Esa cantidad crece año a año desde 2007, cuando Machu Picchu fue declarada una de las "nuevas siete maravillas del mundo" en una encuesta hecha por una empresa privada sueca. El problema es que los incas no imaginaron que su ciudadela se convertiría en atracción turística y tuvieron la mala idea de construirla en la cima de una montaña, a la que se llega después de tomar un tren que recorre el Valle Sagrado y un bus que sale de Aguas Calientes, donde hoy están todos los servicios. En lo que va del año, Machu Picchu recibió unos 800.000 visitantes. Las colas para subir y bajar llegan a tener más de medio kilómetro.
Visité Machu Picchu en 1983. Por entonces, la guerrilla de Sendero Luminoso asediaba las zonas rurales del centro de Perú y las ruinas recibían unos 100.000 visitantes al año. Partí de Cuzco con dos compañeros de viaje. A Cristopher, un francés simpático que llevaba ocho meses recorriendo América del Sur, lo había conocido mientras ambos cruzábamos la frontera entre La Quiaca y Villazón. Se nos unió Ann, una joven danesa que aportaba la carpa, un elemento esencial para llegar a las ruinas a través del Camino del Inca, tras andar tres días por la montaña.
Salimos de Ollantaytambo una mañana despejada, sin imaginar que la montaña nos enseñaría su belleza y su rigor. Nos impresionaron la naturaleza y los paisajes, pero más aún las ruinas incaicas menores que de pronto se alzaban a un lado del sendero, cubiertas por la vegetación, perdidas en la inmensidad, anónimas en su soledad. Por la noche nos sorprendió el frío y la lluvia. Racionamos el pan y las latas. En la segunda noche volvió a llover. Agotados, pasamos frío y nos quedamos con hambre. Al día siguiente, cuando desarmábamos la carpa, aparecieron por el sendero tres canadienses con quienes hicimos amistad enseguida. Por la noche, en la última parada, nos convidaron con la bendición de una sopa caliente. Allí arriba, cerca de unas ruinas, nos quedamos conversando alrededor del fuego, bajo el cielo estrellado. Por la mañana nos sorprendería una visión inolvidable: Machu Picchu al alcance de la mano, en la cima de una montaña vecina que estaba justo frente a la nuestra.
Salimos de Ollantaytambo una mañana despejada, sin imaginar que la montaña nos enseñaría su belleza y su rigor. Nos impresionaron la naturaleza y los paisajes, pero más aún las ruinas incaicas menores que de pronto se alzaban a un lado del sendero, cubiertas por la vegetación, perdidas en la inmensidad, anónimas en su soledad. Por la noche nos sorprendió el frío y la lluvia. Racionamos el pan y las latas. En la segunda noche volvió a llover. Agotados, pasamos frío y nos quedamos con hambre. Al día siguiente, cuando desarmábamos la carpa, aparecieron por el sendero tres canadienses con quienes hicimos amistad enseguida. Por la noche, en la última parada, nos convidaron con la bendición de una sopa caliente. Allí arriba, cerca de unas ruinas, nos quedamos conversando alrededor del fuego, bajo el cielo estrellado. Por la mañana nos sorprendería una visión inolvidable: Machu Picchu al alcance de la mano, en la cima de una montaña vecina que estaba justo frente a la nuestra.
Pasamos el día en las ruinas. Por la tarde, abajo, mientras esperábamos el tren para regresar a Cuzco, algo me dijo que debía volver a la ciudadela. Me despedí de Ann y de Cristopher (a quien no volví a ver, pero cuyos relatos sobre el Amazonas marcarían mi rumbo), y empecé a caminar por las vías hacia Aguas Calientes, cada paso un durmiente, acompañado por el rumor del Urubamba, que corría a mi lado. Esa noche, en el único bar que había en la aldea, me puse a conversar con un hombre que comía en una mesa vecina. Resultó ser arqueólogo, guía oficial en Machu Picchu. Al día siguiente, en sus ratos libres, me hizo una suerte de visita guiada por las ruinas y me contó algunos secretos del lugar.
Imagino que hoy los guías no disponen de tiempo libre. Pero no todo habrá cambiado. Sospecho que, además de turistas, Machu Picchu sigue recibiendo viajeros. Al menos eso pensé hace unos días, cuando una amiga me mostró el video que un hijo suyo le mandó desde allí mismo, con las ruinas y las montañas de fondo. En su emoción, descubrí el mismo deslumbramiento que ese lugar mágico había despertado en mí más de treinta años atrás. Era su Machu Picchu. Al mío, que ya no existe, lo llevo dentro.
Imagino que hoy los guías no disponen de tiempo libre. Pero no todo habrá cambiado. Sospecho que, además de turistas, Machu Picchu sigue recibiendo viajeros. Al menos eso pensé hace unos días, cuando una amiga me mostró el video que un hijo suyo le mandó desde allí mismo, con las ruinas y las montañas de fondo. En su emoción, descubrí el mismo deslumbramiento que ese lugar mágico había despertado en mí más de treinta años atrás. Era su Machu Picchu. Al mío, que ya no existe, lo llevo dentro.
H. M. G.
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