martes, 7 de noviembre de 2017

HABÍA UNA VEZ....

Ya es de noche, estoy en Francia, en los contornos de Aix-en-Provence, cerca de un pueblo que se llama Le Puy-Sainte-Réparade. Es hora de dormir, todavía no llego el otoño, pero hace frío por un viento mistral que parece clavarse en mi cara como agujas. Salgo de mi restaurante en el llano luego de una noche ecléctica. Cocina y clientes parecían abrazar cada rasgo humano posible; desde un psicólogo lacaniano intelectual hasta un grupo de jóvenes estudiantes de Harvard, unas señoritas que parecían estar más cerca del sí que del no, embebidas en vino rosado como otros personajes de la moda, el arte y las ciencias. Salí aturdido. Subo en bicicleta a mi casa en la colina por un camino de tierra, olvidando todo, sólo escucho el ruido de las ruedas en las piedras aunque siempre atento a los jabalíes que andan de noche osando raíces. Antes de entrar en mi cuarto, un olivo lleno de aceitunas también se sacude con los embates de los agudos e hirientes soplos del viento. Los frutos parecen alegres perlas negras y quedan en mi mente danzando largamente como una precisa coreografía de Pina Bausch mientras me preparo para dormir.
 El mistral es lo que caracteriza el sol de la Provenza, que brilla casi todos los días del año. Él limpia rápidamente las tormentas, dejando una claridad que atrajo con su luz a muchos de los pintores impresionistas.
Aunque estoy cansado, retardo el momento de meterme en la cama. Decido escuchar a Wagner mientras al pasar recojo frases dispersas del libro Un invierno en Mallorca, de George Sand; es el relato de la crítica temporada que pasó con sus hijos y su amante Chopin en la isla Balear. Tengo una cuidada edición impresa por el hijo de Robert Graves en el pueblito de Deia, donde a veces sopla el siroco, un viento caliente y arenoso proveniente del Sahara.
Nunca me molestó el viento ni sus ruidos, quizás por haberme criado en la Patagonia, donde forma parte de las mismas raíces de los días. En la Provenza, el viento limpia tanto la atmósfera que los días siguientes hay una diáfana claridad que permite ver en la distancia los detalles de la cadena montañosa del Luveron, de donde vienen los corderos que sirvo en el restaurante, tiernos y sabrosos.
Recordarla. Era Josefina quien vestía el viento con la mayor distinción. Esta mañana, cuando salí a caminar por el bosque, el grácil movimiento de las ramas y el viento me llevaron a evocar su cabello, que mostraba una virtud ligera y profunda con el viento. Como sus lisos rulos flotaban en la intemperie.
 Yo podía caminar detrás de ella por horas mirando el contorno encantado de sus pelos, que parecían dibujar entre el cielo y las nubes las más bellas palabras, perfumados de jabones.
Nunca me alegra dejar la Provenza. Esta tierra no conoce en mí el hastío, es una inspiración con sus rasgos romanos y la ternura adolescente de sus vientos que la lavan una y otra vez como si le perdonaran sus pecados, devolviéndole una juventud perdida en milenios de historia.
Al caminar por las colinas adustas e hirsutas lo siento en los centenares de paredones que veo construidos con piedras en formas de terrazas, hechos por los celtas o los romanos. Lo siento en sus mercados donde trasciende por generaciones el culto al sabor contenido en sus hierbas, el aceite de oliva y el ajo, por nombrar algunos estandartes de su cocina.
 En los puestos de los mercados de los pueblos vale tanto sentir sabores y perfumes como el coloquial andar de manos labriegas que cuidan de quesos y productos agrícolas, mostrando una raza de orgullo y arraigado cariño por el hacer rural.
La Provenza es una tierra bendecida por el frío viento mistral, que le devuelve una y otra vez el sol. Un sol que forma parte de su más bella esencia y contenido.

F. M.

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