miércoles, 4 de julio de 2018

HISTORIAS DE FANTASMAS


Una tradición que se mantuvo durante años en lo que llamábamos la casa de los tíos del campo era esperar que llegara la hora de las historias de fantasmas. Las repeticiones, en vez de molestarnos, nos gustaban. Esperábamos las ligeras variaciones (¿la otra vez no había sido el espíritu de una joven mujer muerta de espera en vez del soldado que no había vuelto del combate?), los detalles nuevos que agregaba el narrador e incluso el sobresalto provocado por un cambio en el tono de la voz, casi un susurro que se convertía de pronto en rugido. Afuera, en la oscuridad cerrada, se abrían puertas en nuestra percepción del mundo.
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Cambiaban, incluso, los narradores. De tíos a primos mayores que nosotros, experimentados en el arte de crear suspenso y, por qué no, de divertirse con la imaginación temerosa de los más chicos, la costumbre perduraba.
Los más jóvenes tenían preferencia por escenas sangrientas y un poco incongruentes, en las que el alma en pena de un asesino serial se quería redimir con más malas acciones. El destino de un hombre seguía siendo el mismo en el más allá. La historia de una cabra carnívora encerraba la metamorfosis de un condenado a muerte y las víboras que evitábamos en el monte llevaban mensajes de un mundo al otro. Al menos eso decían los parientes antes de que nos fuéramos a dormir.
Tal vez por eso la literatura que leíamos en la escuela nos parecía la continuidad respetable de esos episodios nocturnos de cuentos de miedo a la luz del farol de gas (no siempre funcionaba la electricidad en La Invernada). Después de la noche llegaba el amanecer, y luego de los fantasmas venían los héroes de la Ilíada y el Cantar de Mío Ciden versiones adaptadas por la editorial Atlántida. Fantasmas de la guerra de Troya se mezclaban con el pistolero de Coronel Baigorria; Patroclo y la envenenadora de Río Cuarto visitaban sueños y recreos.
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En todos los casos, en la familia y en la escuela, se trataba de fantasmas demasiado evidentes. A medida que pasaban los años, e incluso cuando debíamos reemplazar al narrador de turno (ausente con aviso o ido para siempre de este mundo), desconfiábamos de esas presencias con vestuario y vocabulario propios, con maneras de proceder y de gesticular reconocibles. Parecía que solo les faltaba el DNI o un talonario de facturas para cobrar por susto.
Más tarde aún, y sobre todo gracias a los cuentos de Henry James, fuimos descubriendo que los fantasmas no tenían razón alguna para pasearse por residencias y rutas, ataviados con sábanas o capuchas (en una cruel versión local), ni vociferar o esperar a que oscureciera para entrar en escena. Ni siquiera eran necesarias las escenas. El mal, como si se tratara de un virus, circulaba por medio de conversaciones, de deseos latentes y manifiestos y de historias dentro de historias, como esta que cuento ahora.
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"Los fantasmas de Henry James son muy evanescentes", escribió el gran Italo Calvino sobe el autor de Otra vuelta de tuerca. En uno de los cuentos más sugestivos del escritor norteamericano, "El rincón feliz", el fantasma que el protagonista apenas entrevé es aquel en que él mismo se hubiera convertido si su vida hubiese tomado otro camino.
"En el cuento 'La vida privada' hay un hombre que solamente existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir", resume el escritor italiano. A partir de entonces, las historias de fantasmas, como la historia de las monedas o la de la verdad, empezarían a devaluarse y la realidad asumiría el sesgo maléfico con el que aprendimos a convivir de día y de noche.

D. G.

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