sábado, 27 de febrero de 2016

EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA" .....EDUARDO FIDANZA

El salario jamás le podrá ganar a la inflación. La única solución sensata es combatir y derrotar rápidamente la inflación. Para ello, y conscientes de que es un enemigo común, es preciso, en lo que a reajustes salariales se refiere, mejorar el método de la negociación y utilizar como base el pronóstico de la inflación futura y no la pasada. Esto permitirá un gradual crecimiento de la capacidad adquisitiva y del nivel del salario real". Podría pensarse que esta declaración corresponde a un actor económico de estos días. Sería un error. En realidad, fue hecha en septiembre de 1988 por el entonces ministro de Trabajo Ideler Tonelli. Es un argumento inserto en el debate que generó la aceleración de la inflación en esa época. La posición del funcionario es característica: procura regir la negociación paritaria no por los estragos pasados de la inflación, sino por la expectativa de un descenso de ésta, que el gobierno cree posible alcanzar.


El mismo razonamiento emplearon hace poco dos funcionarios económicos de gobiernos aparentemente en las antípodas: Jorge Triaca y el inefable Axel Kicillof. El nuevo ministro de Trabajo afirmó en diciembre, poniendo un marco a la negociación: "Sabemos que venimos de un antecedente inflacionario, pero queremos que dentro de la paritaria estén la expectativa y la mirada hacia el futuro". Con otra modulación, no fue distinto lo que declaró Kicillof frente a los convenios de 2015: "Si la inflación va a ser de 10% o 7% menos que el año pasado, las paritarias deberían discutirse en un entorno más reducido".



El razonamiento defensivo de los gobiernos es parecido y busca acotar el nivel de la indexación inflacionaria, poniendo el anhelo futuro por encima del pasado sombrío. Que 1988 semeje a 2015, que se repitan los argumentos casi tres décadas después, indica que la inflación en la Argentina transcurre en un tiempo circular, no sucesivo. Como en las culturas que estudiaba Mircea Eliade, la inflación luce como un fenómeno primordial, sujeto a un eterno retorno.



Hernán Fair y Alexandre Roig, dos jóvenes sociólogos, han aportado sugerentes evidencias acerca de esta repetición. No interesan aquí sus posiciones ideológicas, sino las pruebas que sustentan sus investigaciones. Fair analizó las discusiones sobre la inflación en los medios ocurridas a fines del gobierno de Alfonsín ("Las disputas público-mediáticas en torno a la inflación en la Argentina premenemista") y Roig abordó los debates parlamentarios a propósito de la ley de convertibilidad ("La puesta en soberanía de la moneda: la discusión parlamentaria"). Estos trabajos abarcan una secuencia temporal significativa que va desde la etapa previa a la hiperinflación, en el último tercio de los ochenta, hasta la estabilización alcanzada a principios de los noventa. Parten de las polémicas generadas por una economía inflacionaria para arribar al debate sobre los fundamentos de la convertibilidad, cuyo dinero, como recuerda Roig, iba a ser eterno. Es el camino de la moneda devaluada a la moneda sacralizada.


Antes que como un problema económico, en estas investigaciones se encara la inflación como un discurso social controvertido. Se trata de análisis cualitativos sobre lo que los actores sociales argumentaron y discutieron en su momento. En este sentido, se inscriben en la línea trazada por Bourdieu: exponen las luchas por instaurar "la verdad" y legitimarla. ¿Cuál verdad? La que explique las causas de la inflación y el remedio para superarla. Ahora, "en el quinientos seis y en el dos mil también", podría decirse evocando a Discépolo.



Hernán Fair describe, siguiendo los debates académicos, a los dos contendientes centrales que disputaban por esa verdad huidiza hace casi 30 años: la ortodoxia monetarista y la heterodoxia estructuralista. Cada uno poseía su explicación causal y su receta consagrada: para el monetarismo, había que cortar de raíz el gasto excesivo y la emisión de dinero, fuente de todos los males; para la heterodoxia, debía aumentarse la inversión, flexibilizarse la oferta, limitarse la concentración económica y coordinarse la pugna distributiva mediante acuerdos.




Hoy, los argumentos son muy similares. Y las angustias también. Todo vuelve al mismo punto. La sociedad está preocupada por la inflación, pero la elite parece aún más afligida. Y cada sector repite su texto ya gastado, como en una antigua obra de teatro. Visto en perspectiva, ninguno tuvo la razón. En esa trama, el Gobierno da un paso novedoso, después de una década complaciente: denuncia el aumento de precios como una anomalía grave, con la que no se puede convivir. Sin embargo, para superarla propone un camino intermedio, controvertido: combina las recetas, opta por el gradualismo, negocia con los sindicatos y la oposición, avanza y retrocede, se equivoca y enmienda. Sabe que si pierde popularidad, puede perder la partida.



Ante el eterno retorno de la inflación, el Gobierno empieza a comprender dos principios que acaso horroricen a la ortodoxia. Primero, sin poder político no puede dominarse la economía; segundo, en la democracia posmoderna ese poder no se obtiene saneando cuentas fiscales, sino procurando, en plazo breve, el bienestar de las mayorías.

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