sábado, 6 de febrero de 2016

INDEC QUE TRABAJA II: PENSAMIENTOS


Dice el calendario que el verano llega el 21 de diciembre, pero yo me instalo en él recién en el mes de enero. La cosa no pasa por las altas temperaturas. Se trata más bien de un capricho de mi reloj biológico, que es mucho menos exacto que aquel que marca el inapelable paso de las horas y los días para todos. Este reloj, el mío, está hecho de un cúmulo de humores imprecisos, sensaciones vagas y experiencias de pasados estíos que ya forman parte de mí a tal punto que ni las recuerdo.


Entre el final del año y mi verano particular hay una tierra de nadie marcada por las dos semanas de las Fiestas. Son muchos los que por una u otra razón detestan la Navidad o el Año Nuevo, pero yo no me cuento entre ellos. La puntualidad con que regresan estas celebraciones me hace sentir parte de algo mayor. Somos un punto insignificante en el universo, pero conectado sin embargo con el movimiento de los planetas y los astros. A veces también logro recuperar parte de una antigua sacralidad y vuelvo a sentir que el tiempo no corre en línea recta, sino que avanza en círculos para dar lugar, siempre, a la posibilidad de un nuevo comienzo. Pero, más que nada, estas dos semanas tan extrañas y ajetreadas me han gustado desde chico porque son para mí como el espejo de Alicia: la puerta de ingreso a otro mundo. En este caso, el del verano.


Para mí, el verano es promesa. Ante su inminencia se aflojan las ligaduras que nos atan a las obligaciones y las responsabilidades. Como en la noche, en el verano está permitido ser sin necesidad de hacer. Al mismo tiempo, regresa el reflejo de los veranos de la infancia, aquellos interminables y despoblados meses de enero y febrero que yo llenaba con partidos de fútbol en la calle, chapuzones en las piletas, el grito del heladero quebrando la siesta, quemazones de arena caliente en la planta de los pies y el regusto a sal y mar en la boca. Habitaba entonces una dilatada eternidad que se desgranaba día a día al infinito, porque el colegio y las actividades pautadas del año, cualquiera que fuesen, eran olvidadas por completo hasta que volvían sin que nadie las llamara en los primeros días de marzo.


La vida adulta, la aceleración tecnológica del tiempo, el venerado dios de la productividad hacen cada vez más difícil regresar a aquel estado. Cada año experimento un curioso desdoblamiento: mi parte consciente sabe que aquello, como la misma infancia, es irrecuperable, pero lo mismo mi biología segrega siempre en estos días una sustancia que activa esa sensación de inminencia o promesa.
La naturaleza es sabia, pero tiene sus leyes. Nada se repite de la misma forma. Como las estaciones, las cosas vuelven, aunque con otros ropajes. La habilidad nuestra consiste en reconocerlas. Lo que antes duraba dos meses hoy puede durar unas horas o unos minutos. Eso fue lo que aprendí esta semana cuando, una noche, puse una silla en medio del jardín y miré hacia arriba.


Es algo que hago en los veranos, cada tanto, en noches cálidas y despejadas. Algo que, también, por más sencillo que parezca, cada año resulta más difícil de hacer. En concreto, se interponen costumbres familiares más gregarias y sobre todo la televisión en sus dos vertientes: la de la actualidad, con los programas políticos en un país que no da tregua, y la de la necesaria evasión, con las series o las películas.
Sacar en la noche cálida una silla al jardín. Un acto inofensivo al que yo le he dado cierta connotación ritual y al que, con ingenuidad, le atribuyo propiedades higiénicas y sanadoras. Un acto que sucede sin que yo lo busque, cuando me siento cansado o saturado y necesito vaciar la mente de palabras y opiniones ajenas, de aquello que nos reclama a través de las pantallas e incluso de lo que nos ocupó en el día. Nada mejor para eso que depositar los ojos en la oscuridad y en esos cuerpos luminosos que nos miran desde siempre a años luz de distancia. No hay que llevar nada, por supuesto: ni un libro, ni música, y mucho menos el celular.


No hay mejor película que la que traman juntas la noche y el verano. Allí, en el patio o en el jardín, en medio del silencio apenas interrumpido por alguna voz que viaja en la brisa, con las estrellas resistiendo arriba, esa noche es todas las noches, y vuelven a mí todos los veranos. Es entonces cuando esa sensación de inminencia, esa promesa que marca mi biología y que flota en el aire se convierte de pronto en mucho más que eso
H. M.G.

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