Que ni las marchas, ni los avances en legislación, ni el aumento del presupuesto estatal logren frenar la violencia de género es una señal de que el problema es cultural y de que la educación aún no recoge el guante de ese desafío
FERNANDA SANCHEZ |
Podría, pero no. No voy a buscar, no voy a aprenderme ni el nombre ni el apellido de la nueva víctima. No voy a mirar si se llama Micaela o Ángeles o Melina o Candela. No voy a hacer eso que -contra mi voluntad- mi cerebro está haciendo ahora, y que es crear una lista. Porque ése es el verdadero comienzo del error: la lista. La serie. El resignado gesto del que se da por perdido consiste precisamente en contar cadáveres y armar complejas cadenas de nombres, de edades, de circunstancias. Todo para comprobar, sin espanto, lo democrático del crimen. Porque se mata a mujeres y chicas en Barrio Norte y en Villa Banana y en Bahía Blanca. Porque algunas víctimas tienen 60 años y son abuelas y otras tienen dos, y otras tienen 12 y se murieron sin haber dado un solo beso. "Que nuestras vidas no se acaben a los 12", decía, de hecho, uno de los carteles que se vieron en la última marcha, tras el asesinato de la última nena. Sí, ésa, la que se contactó por Facebook con quien supuestamente era una nena como ella y terminó siendo un ex presidiario en salida transitoria y ahorcándola con una remera. Y de nuevo el maldito cerebro contador, y detallista, sumando al rosario de sangre otro nombre, otra edad, otros detalles. Censando muertas. Sabiendo que habrá más.
Hace exactamente un año también lo sabíamos. Todos lo sabíamos. Pero el impulso, las ganas de salir a la calle a decir que en nuestros registros ya no cabía una muerta más fue más fuerte. Y allá fuimos (y allá iremos hoy otra vez) los miles, después del trabajo, con las mochilas del colegio a cuestas, con nuestras amigas, maridos, hijos. Yo fui con el mío, de once. Volvió impresionado. No sólo por la riada de gente en las calles sino por las fotos, los centenares de caras hechas carteles. Muertas, todas.
Aunque hubo una escena que devoró todas las demás. Era una mujer que avanzaba sola por la Avenida de Mayo y sostenía bien alto un portarretratos desde donde sonreía una nena idéntica a ella, sólo que a los 15 años. ¿Sabrá alguien alguna vez de eso? ¿Sabrán de los años en los que las mujeres vivimos en peligro? Corrección: ¿de esos años imprecisos, entre los once y los veintipico, en los que vivimos especialmente en peligro? Porque es entonces cuando esa presa que somos todas se vuelve más presa que nunca. Un tiempo que no es solamente como lo cuentan las publicidades de maquillaje y de tampones (llenos de fiestas, chicos y salidas), sino también de alerta. De camuflaje. De extrema atención.
-Que abran la gaseosa delante tuyo.
-No subas al ascensor con nadie.
-No subas al colectivo si está muy lleno.
-Si te siguen, metete en cualquier casa y pedí ayuda.
Todavía recuerdo las recomendaciones de mi mamá y (salvo la de la gaseosa) todas ellas me han sido muy útiles. Una vez, de hecho, me salvé metiéndome en una casa: alguien abrió la puerta y los dos tipos que me seguían en un auto salieron arando. Con el tiempo, aprendí a descifrar ciertos cambios en el entorno o en las conversaciones que podrían presagiar el peligro. Aprendí, como todas, a sospechar del mundo. Y hasta creo recordar aquella primera vez en la que (después de años) seguí caminado por la misma vereda aunque adelante hubiera un grupo de hombres charlando. Antes hubiera tenido sí o sí que cruzar la calle. Ahora no, y lo celebré. El peligro -la belleza o el tiempo, en realidad- había pasado. Ahora sí iba a poder caminar tranquila siempre. Ya era invisible.
Dejar de ser una "nena" como aquella con la que durante años se hipnotizó a la amable teleplatea ("¡Pero si es una nena!", decía el personaje de bigotes, ¡y vieran qué plato!) se parece demasiado a alcanzar el borde de la pileta cuando estás aprendiendo a nadar. Es saberse -o imaginarse- por fin a salvo de todo eso que acecha en la hondura y comenzar a flotar. Cuando una es chica pasa algo parecido: sobredosis de príncipes libro adentro, una legión de cazadores al paso puerta afuera. Y no es gracioso, no. Es más bien aterrador. Se trata, básicamente, de patalear (de correr, de gritar, de estirarse la pollera, de meterse en una casa) entre dos puntos seguros. Y no es justo, claro.
Hace un rato, de hecho, tras la tercera adolescente asesinada en horas, una amiga (madre de mellizas de dieciséis) se preguntaba cómo haría para criar a dos hijas sensibles, solidarias y conectadas con los demás cuando, al mismo tiempo, debía vivir precaviéndolas contra extraños y conocidos, taxistas, patovicas, porteros y todo lo que sigue. Al perfecto revés de las cosas, no cambiamos el entorno para que ellas puedan andar tranquilas; les pedimos a ellas que se alteren, que se cubran, que se escondan. Que sean otras, para estar (imaginamos) menos "expuestas".
Pero no hay tal cosa aquí. No hay exposición al riesgo porque tampoco hay ya lugar seguro. Antes, como a Caperucita, nos decían aquello de la calle, la siesta, los otros. Hoy ya sabemos que es a manos de conocidos (ex parejas en particular) que muere la mayoría de nosotras y que ni en la tranquilidad de su cuarto una chica va a estar realmente a salvo. La Web es la nueva Disneylandia para pedófilos y agresores sexuales.
¿Entonces? Si una marcha que movilizó a miles no basta, si una ley nacional y varias normativas no alcanzan, si ni siquiera un aumento en el presupuesto se traduce en menos muertes, ¿qué? ¿Qué podría comenzar a pasar ahora, cuando ya sabemos que no pasó nada? Tal vez -sólo tal vez- en esa misma pregunta esté encerrada parte de la respuesta. Porque si hasta ahora apostamos a lo grandioso, a la concentración de millones y la multiplicación de consignas, y ni aún así nos asesinan menos, tal vez haya que intentar por otro lado. Por lo pequeño, por ejemplo, que es donde suele jugarse la verdad de las cosas.
Por caso: ¿cuándo se implementará realmente la capacitación en equidad en los colegios, algo previsto por la ley? O yendo a lo más cercano, ¿cuándo se dejará de fogonear -desde tantos lados a la vez- la misma parafernalia azul y rosa? ¿Cuándo comenzamos el desmonte real del siniestro "campeones y princesas"? He sabido de maestras que se vuelven sordas cuando un nene de 9 años le pregunta a una compañerita "¿Y vos cuánto cobrás?", y también de otras docentes que autorizan a sus alumnitas a pegarles a los chicos que las toquen. ¿Eso es lo más parecido a la equidad que supimos conseguir? He visto a madres (en vísperas de un viaje) proponer en materia de acompañantes que "las nenas voten a las mamis y los nenes, a los papis", en una exhibición de sexismo que ni el diminutivo logró disimular.
Sé de madres que se han negado a comprarle una escobita a su hijo cuando se la pidió (¡a ver si todavía!), de nenas retadas por ser muy activas, de chicos y chicas a los que la semilla de la asimetría les llega antes que la ortodoncia. Y con ella la idea de la división, primero, y de la desigualdad, después. Mientras esto siga -como sigue- intacto y palpitante en el interior de cada escuela, de cada casa, de cada uno de todos nosotros, no habrá ley ni marcha ni discurso bienintencionado que sirva de mucho. Y, por eso mismo, no sólo ellas, sino todos vamos a seguir en peligro.
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