jueves, 9 de junio de 2016

EN LA CIENCIA HAY BELLEZA Y POESÍA


Cada tanto pasa: los científicos tratan -tratamos- de convencer al resto del mundo de la enorme belleza que se esconde en los teoremas, experimentos, teorías. Los más temerarios la asocian a la poesía, en esa búsqueda de lo bello que hay en el universo y merece ser contado. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la belleza de la ciencia?


Los ejemplos abundan, desde uno y otro bando. Como intenta establecer el poeta Fernando Pessoa en El viento, afuera: "El binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo. Lo que hay es poca gente que se dé cuenta de ello" (y lo más interesante son seguramente los dos versos que siguen, enigmáticos:
Quizá el portugués la pegó sobre todo con eso de que hay poca gente que se da cuenta de ello, y hasta se diría que somos mayoría. En el hermoso (ahí está otra vez el calificativo) libro de ensayos Antimateria, magia y poesía, del argentino José Edelstein y el chileno Andrés Gomberoff -ambos físicos, ambos buscadores de verdades y beldades-, abundan los ejemplos de esta relación esquiva.

 Un tal Einstein afirmando que la ciencia "es la experiencia más bella y profunda que se pueda tener", o un Heisenberg con su sentencia de que la belleza en la ciencia es el reflejo de la verdad, o -el más osado de todos- un Paul Dirac, que sostenía que la belleza de una teoría científica es más importante aun que la prueba experimental (es más, Dirac llegó a la ecuación que lleva su nombre -y adorna su tumba- buscando sacarse de encima una asimetría en la teoría clásica de electromagnetismo que, según él, la afeaba incompresiblemente). Ojo: no todos los poetas están de acuerdo, como Roque Dalton denostando a la matemática: "Ay, escorpiona trigonometría, aritmética impura y mala pécora, números corruptores de menores, álgebra fascistoide y mal parida."
No sólo ecuaciones y simetrías son considerados bellos, sino también los experimentos. Hasta hay un ranking de situaciones experimentales hermosas, publicado en el New York Times hace varios años. Admiremos algunos:


-La medición de la circunferencia de la Tierra por parte de Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría;
-el experimento de Galileo sobre objetos que se caen (que casi seguro NO fue realizado desde la torre de Pisa). Galileo también hizo experimentos bonitos con pelotas en planos inclinados y, casi sin quererlo, midió la aceleración de la gravedad;
-la descomposición de la luz con ayuda de un prisma, que hizo el casacarrabias de Newton;
-los experimentos de interferencia de la luz que fueron parte de la base de la mecánica cuántica;


-el péndulo de Foucault, colgado del techo del Panteón de París, prueba de que nuestro planeta rota;
-los experimentos de Rutherford sobre el núcleo atómico;
-la medición de la carga del electrón en experimentos con gotitas de aceite.
Pero un momento: ¿dónde está la belleza de un electrón, o de unas pelotas cayendo por una tabla? ¿Qué es exactamente la belleza de la ciencia, ¿cómo se mide?, ¿es para todos?
Quizá la respuesta radique en que sí, hay belleza en la ciencia, pero es una belleza educada: se aprende a valorar simetrías, explicaciones simples y elegantes, mecanismos de relojería, hasta que, a los ojos del investigador, son más bellos que la Venus de Milo.

 Pero no nos viene de fábrica apreciar estas sutilezas, todo lo contrario: nuestra primera reacción suele ser la inversa, como cuando Edgar Poe canta que la ciencia altera todas las cosas con sus escrutadores ojos, devora el corazón del poeta, no lo deja buscar un tesoro en los cielos.
Pero vale la pena entrenarse para ser, al mismo tiempo, poeta y científico: buscador de hermosuras, exploradores de la belleza escondida bajo el microscopio, en una ecuación, en las fórmulas de la química y de la vida. De eso también se trata la ciencia.

D. G. 

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