jueves, 2 de junio de 2016
JORGE LUIS BORGES
Podría empezarse con el relato de una simple anécdota. En una conversación con Bioy Casares, Borges describe el por entonces reciente artículo de un filósofo argentino. Allí -según su versión- se sostiene que unir y separar son las dos operaciones esenciales, tal vez la única actividad verdaderamente humana. Borges saca entonces de la manga uno de sus sorprendentes remates paradójicos: "Es un presocrático -dice-. Tiene todo el pasado por delante".
La frase figura perdida en un rincón de Borges (2006) -la selección del diario de Adolfo Bioy Casares que se atiene a las entradas en que aparecía el autor de El Aleph-, pero hizo secretamente escuela. Se la puede encontrar camuflada en más de un texto contemporáneo posterior sin citar la fuente. La tentación es comprensible: sirve para ironizar con eficacia no sólo sobre lo lejos que le quedarían a aquel filósofo Kant o Hegel, sino también para burlarse, por poner un ejemplo cualquiera, de un fanático del primer jazz que desprecia a Charlie Parker.
Borges es uno de las pocos que sorteó el limbo en que suelen quedar temporalmente varados muchos escritores después del adiós. En su caso, se podría sostener que su perfil de autor siguió creciendo, adquiriendo nuevos relieves, incluso modificándose por medio de agudeza. Cuando murió, hace ya casi treinta años (el 14 de junio de 1986), su figura era reconocida urbi et orbi por su obra y la originalidad filosófica de su imaginación. Para sus lectores argentinos era sinónimo, entre otras cosas, de los dos gruesos volúmenes de las obras completas publicadas por Emecé: el tomo de cubierta verde (de 1974) para los libros en solitario; el de cubierta marrón (1979) para los que escribió en colaboración. Por aquellos días estaba dando a conocer una colección que se distribuía en quioscos, la Biblioteca Personal, libros que había elegido según sus gustos y prologaba con una economía verbal inimitable. De los cien títulos propuestos llegaría a escribir más de sesenta prefacios, que serían reunidos en libros en 1988 y pasarían a formar parte del cuarto volumen de sus obras completas. La actividad de prologuista fue una constante en la carrera de Borges, que se volvió mucho más visible cuando él ya no estaba: a aquellas introducciones, se le sumaría pronto otra compilación, Prólogos de la Biblioteca de Babel (1995), que volvió a poner en circulación los que produjo para la elegante colección publicada por el editor italiano Franco Maria Ricci.
Borges, el volumen póstumo de Bioy que se citó al comienzo de la nota, con sus más de 1600 páginas, es una pieza nodal para conocer al escritor desde otro ángulo. "Borges come en casa", frase que inaugura muchas de las entradas, es una contraseña de intimidad para este retrato escrito por un amigo y testigo privilegiado. Hay que confiar en la fidelidad del escriba. Las idas y vueltas de Borges por consideraciones literarias son a veces sorprendentes, pero siempre llevan su sello (como cuando sostiene que, de ser un español contemporáneo, Quevedo seguramente hubiera sido franquista). Hay lugar para el inevitable chismorreo, que deja observar el campo literario en que se movía Borges, y también para expresiones (alguna mala palabra inocua) que nunca se permitía en público y que lo vuelven por un instante más terrenal. El tono sobrador, la malicia de algunos pasajes entre los dos amigos levantaron alguna crítica al momento de su publicación, sin tomar en cuenta el registro informal, distendido de lo que se registra. Bioy, en todo caso, parece retratar a su amigo con una dedicación similar, quizá algo más ambigua, con la que James Boswell retrató al Doctor Johnson (ese genio dieciochesco que los dos admiraban) y dejó una obra que el tiempo sólo puede seguir mejorando.
Otros de los perfiles de Borges que han quedado en evidencia con los años es su vínculo con el periodismo, específicamente el cultural. Era bien sabido que Historia universal de la infamia, su primer libro de relatos, había surgido de una serie publicada en el diario Crítica. Continuó publicando artículos en revistas o diarios, pero el verdadero alcance del trabajo de Borges en los medios, allá por sus comienzos, resultó una revelación cuando se dio a conocer Textos cautivos, aparecido en 1986, meses después de su muerte. La antología reúne muchos de los textos de la sección "Libros y autores extranjeros" que escribió entre 1936 y 1940 para la revista El Hogar. La mayoría de las entregas semanales constan del perfil de un escritor (Karel Capek, Eden Philippots, Jules Romains) y reseñas breves de libros recientes en otros idiomas. Si el medio es sorprendente (El Hogar era una publicación de entrecasa), más lo es la destreza sintética a que lo obligaba el formato, a tal punto que no es exagerado considerar hoy Textos cautivos uno de sus libros fundamentales. Después vendrían otros ejemplos (Borges en Revista multicolor, 1995; Borges en Sur, 1999; Borges en El Hogar, 2000) para confirmar hasta qué medida el periodismo fue uno de sus laboratorios literarios.
Escribir hablando
Desde que tímidamente, alentado por Victoria Ocampo, comenzó a dar conferencias, hasta el final, cuando su figura no escapaba a los medios, la oralidad de Borges pasó a ser una extensión natural de sus libros. De hecho, publicó alguna de esas intervenciones: Siete noches (1980, donde habla de La Divina Comedia, la Cábala o Las mil y una noches) o Borges oral (1979). Algunas muestras de esa actividad no escrita a veces terminan desembocando -lícitamente, porque ahí están los giros propios de Borges, que por momentos parecía escribir hablando- en nuevos libros.
El tango. Cuatro conferencias -que se da a conocer en estos días- es uno de ellos. Recopila cuatro charlas de 1965 sobre uno de los temas, la música porteña, a los que el escritor retornaba de manera cíclica. La historia de su publicación tiene algo rocambelesco (se trata de unas cintas que poseía un coleccionista en España), pero son Borges en estado puro, con sus disquisiciones sobre los orígenes del género, sus recitados de versos olvidados y sus inducciones perfectas (como cuando al analizar unos versos del Martín Fierro que hacen rima en "ango" concluye que el término "tango" no existía en 1872, fecha de publicación del poema).
También El aprendizaje del escritor se basa en una grabación (la de un seminario que Borges dio en la Universidad de Columbia en 1971 en compañía de su traductor al inglés, Norman Thomas Di Giovanni) en las que constan preguntas de los estudiantes ("Si yo pudiera escribir en inglés del siglo XVIII -responde cuando se le pregunta por la pureza del lenguaje-, ese sería el ideal para mí. Pero no puedo. Uno no puede ser Addison o Johnson deliberadamente").
Borges profesor -una edición cuidada por Martín Arias y Martín Hadis- reunió por su parte los cursos de literatura inglesa que el escritor daba en la UBA (en este caso, las 25 clases de 1966). En vez de las grabaciones, que se perdieron, se utilizaron las transcripciones realizadas por estudiantes. Borges parte de los poetas anglosajones y llega, tras un largo y minucioso recorrido, hasta su amado Robert Louis Stevenson. La reconstrucción de los investigadores, que reponen citas, da lugar a lo que podríamos llamar un gran libro involuntario.
El paso del tiempo, curiosamente, no fue sólo ganancia para el conocimiento de Borges. Algunos libros ajenos (los diálogos con Osvaldo Ferrari o Borges el memorioso, el volumen de conversaciones con Antonio Carrizo) salieron de circulación. Las obras en colaboración sufrieron una suerte parecida. Si los cuentos de Bustos Domecq (escritos junto con Bioy) resultan difíciles de conseguir, más cuesta hallar el Manual de Zoología fantástica o la Introducción a la literatura norteamericana (1967). La invisibilidad de esos libros, tan presentes en otros tiempos, forman un vacío sorprendente en el canon borgeano actual.
Como contrapartida, están los tres volúmenes de Textos recobrados (que van de 1919 a 1986), una colección amplia y heterogénea que recopila toda clase de textos dispersos, muchos de ocasión, y también la nueva publicación de los ensayos de los años veinte: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926)y El idioma de los argentinos (1928). En vida, Borges se negó de manera férrea a que se reeditaran (llegó incluso a negar su existencia), tal vez porque encontraba en ellos, en su discurso criollista, no un error sino una ingenuidad insalvable. Contra todo, a veces no está mal contradecir a los mayores.
Basta perderse en sus páginas -donde se habla de versos y autores, pero también del idioma y de la amistad- para encontrar lo más parecido a la felicidad juvenil. "A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa", escribe al comienzo de El tamaño de mi esperanza. Por supuesto: el Borges mayor renegaría del final de la frase, pero hoy deja leer con mayor profundidad, por contraste, las ideas de "El escritor argentino y la tradición", aquella clave meditación posterior donde reclamaría la posibilidad, gracias a nuestra condición periférica, de valernos de cualquier tradición.
Suena contradictorio sugerir que se puede leer mejor hoy al primer Borges que en vida, pero es una de las tantas consecuencias de ir volviéndose definitivamente clásico: un clásico, como bien entendía su Pierre Menard, no es algo fijo. En el futuro, quién sabe, alguien puede incluso llegar a considerar -una simple hipótesis- que el mejor de sus cuentos es "La memoria de Shakespeare", ese relato que, como llegó al final, sigue pasando casi inadvertido.
P. B. R.
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