¿Qué voy a hacer con tanto cielo para mí? Voy a volar, yo soy un bicho de ciudad. Y no estamos solos, como en la canción de Los Piojos, sino que casi todos nos vamos convirtiendo, como civilización, en bichos de ciudad. Los números no mienten: mientras que a mediados del siglo XX sólo un tercio de la población vivía en áreas urbanas, en algún momento de este milenio la proporción superó a la mitad (se calcula que anda por el 54%) y para 2050 dos tercios de los humanos estarán sumergidos en las ciudades de la furia -según las proyecciones, la mayoría en Asia y África. Más de la mitad de los urbanautas están en ciudades pequeñas, el resto, en alguna de las 28 megaciudades que albergan a más de 10 millones de habitantes. Y a medida que crecen, las ciudades esculpen el paisaje, cambian las reservas de fauna y flora silvestre, y alteran los ciclos del agua y la Tierra. Vale la pena pensarlo, preverlo, analizarlo. entenderlo, como propone la revista Science (que, si sienten curiosidad, está disponible en forma gratuita en internet).
Es un tema complejo, con múltiples derivaciones, desde las ventajas del acceso a sistemas de salud más cercanos hasta un exceso de consumo de energía (de alrededor del 75% del total) y buena parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, que hacen que las ciudades y sus fábricas sean las principales responsables del cambio climático.
Además, vivir en la ciudad nos cambió la cabeza. Durante buena parte de nuestra historia como humanos fuimos más bien pueblerinos, aldeanos trashumantes, vecinos, conocidos y familiares. Hoy, con un cerebro prehistórico, debemos enfrentar problemas novedosos que ni siquiera tienen que ver con la agricultura sino con convivir con millones, conseguir comida, ser arquitectos (literales) de nuestras vidas, nuestra cocinas y nuestros baños. No estamos bien preparados para el desafío: algunos psicólogos evolutivos dicen que el vivir entre extraños -la mayoría de esos que nos cruzamos en el subte, en la playa o en la cancha- nos genera un estrés al que es particularmente difícil adaptarse. La acumulación de objetos también es una novedad para nuestra especie, que debe hacer un lugar en su cerebro para inventariarlos, cuidarlos, defenderlos: otro desafío para los nuevos ciudadanos.
El crecimiento viene acompañado de otros habitantes urbanos, sobre todo roedores e insectos. El problema es cuando estos pequeños compañeros del hogar son vectores de enfermedades, lo que combinado a sistemas deficientes de agua corriente, es un cóctel explosivo de infecciones que nos cuesta horrores erradicar. Es quizás el lado más oscuro del crecimiento urbano y, hasta ahora, no le hemos encontrado la vuelta. No es el único problema relacionado con la salud. Los meta-análisis (el análisis conjunto de investigaciones) indican algo que no por obvio es menos preocupante: la gente se enferma más en las ciudades que en zonas rurales, y esto incluye trastornos del ánimo, con la depresión y la ansiedad. Hay buenas noticias: la presencia de más naturaleza en la ciudad (parques, bosques, huertas) mejora la calidad de vida de sus habitantes. Quizá sea trivial, sí, pero nos dice mucho acerca del camino a seguir en el diseño y expansión de nuestros hábitats. Así, todo merece ser repensado en nuestras ciudades: el transporte, el diseño, la grilla urbana; aunque a veces no lo parezca, no todo está perdido y está en nuestras manos y en nuestras cabezas la posibilidad de crecer armoniosamente.
También podemos soñar, claro. Así como los habitantes del Buenos Aires del centenario imaginaban autopistas a gran altura, autos voladores y rascacielos, los futurólogos piensan que en un día no muy lejano las ciudades plantarán sus propios alimentos, tendrán tecnologías híbridas que reducirán las emisiones, compartirán energías y las distribuirán de manera muy eficiente. Seguiremos siendo bichos de ciudad, sí, pero quizá podamos pasarla un poquito mejor.
D. G.
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