lunes, 18 de julio de 2016

HABÍA UNA VEZ....¿VER O NO VER?



Un ardor de ojos –qué tontería– me recordó esta mañana que debo cambiar mis lentes. Tengo el mismo par de gafas desde que debí acudir a ellas para leer con comodidad. Son bonitas, muy años 50, como las que usan los personajes de Mad Men. Las compré una mañana lluviosa de invierno: cuando las probé en plena calle, el vapor del frío las ahumaba y cada tanto una pequeña gota de lluvia caía sobre los cristales. Me detuve en un bar, abrí el libro que llevaba conmigo y entonces el mundo se detuvo. Era Sábado, la novela de Ian McEwan. Me quedé sin aliento, un poco embobado y con la boca entreabierta por el asombro. Ante mí la página se presentaba en una embriagante y flamante desnudez. Posé mi mirada en la porosidad del papel y pasé varios minutos descubriendo las formas de la tipografía, el minucioso dibujo de cada curva, las ligeras variaciones que había entre ellas. Transcurrió cierto tiempo hasta que retomé la lectura: en cuanto recomenzaba, un detalle físico me distraía y perdía el hilo de la historia.



Regresé a casa disponiéndome a cenar. Estaba solo, de modo que tomé una revista para que me hiciese compañía. Me puse los anteojos, y en cuanto bajé la vista para tomar con el tenedor unas verduras, un mundo deslumbrante se abrió ante mí: zanahorias, remolachas y broccolis estallaron no ya con sus bellísimos y habituales colores, sino como elementos de texturas fabulosas y formas sorprendentes. Miré los pesados cubiertos de plata: el uso y el paso del tiempo habían dejado en ellos sus marcas. No pude leer, salvo el detalle de las etiquetas del aceite y del vinagre.
Al poco tiempo llegó mi mujer.
–¡Qué lindos! –dijo. Sonrió. Se quitó el abrigo, tomó una copa y se sentó junto a mí. Olía a fresas. Le conté que estaba fascinado con ese pequeño mundo que acababa de descubrir.
–Es extraño pensar en la cantidad de detalles que me perdí en todos estos años –dije. No podía apartar la vista de la mesa: junto a la ensaladera había una mancha en el mantel. Mientras hablaba me entretuve en asignarle la forma de un objeto reconocible, como hacíamos en la niñez cuando mirábamos las nubes–. 

Es como si de pronto, después de observar un cuadro en un museo, un Van Gogh, digamos, me aproximase a la tela: vería entonces las porosidades, las rugosidades, los pequeñísimos montículos de la pintura. Algo así como la vida secreta de la obra.

–La paradoja es que, tal vez, no estarías viendo el cuadro de Van Gogh –respondió ella. Levanté la vista para mirarla. Era ella, y, sin embargo, era nueva: el rostro que tantas veces había admirado se me reveló en una infinidad de detalles que me eran desconocidos. La besé en la mejilla con pecas.


–No sabía que tenías esas pecas –dije. Ella hizo un mohín encantador.
–Qué suerte que no me viste bien cuando nos conocimos, quizá no estaríamos acá –dijo con una sonrisa. Volví a observarla. La miré en el fondo de los ojos tan familiares y a la vez desconocidos.
–No seas modesta –respondí–, de haberte visto así no hubiera demorado tanto en acercarme–. Nos reímos como chicos.
Cuando terminamos de cenar tomé de la biblioteca el ejemplar de Los amores difíciles, de Italo Calvino. De viejas lecturas recordaba un relato titulado "La aventura de un miope". Es la historia de un joven acostumbrado a disfrutar de la contemplación a quien cierto día la vida empieza a resultarle insípida.

 Entre aquello que para él comienza a desdibujarse están las mujeres. "Antes, les echaba la mirada encima, con avidez –escribe Calvino–; ahora las miraba quizá instintivamente, pero pronto le parecía que éstas pasaban como el viento, sin suscitar en él ninguna sensación y entonces bajaba los párpados, con indiferencia."
Amilcare Carruga, el protagonista, regresa al pueblo de su juventud para reencontrarse con la mujer a la que ha amado y ama todavía. Camina por las calles, pero nadie –tampoco ella– lo reconoce detrás de sus gafas. Se las quita, pero entonces es él quien ingresa en una bruma espesa e insípida. Iba y venía por aquellas aceras, quitándose y poniéndose los lentes, saludando a todos y recibiendo los saludos de nebulosos y anónimos fantasmas. Llegó a un paraje en las afueras de la ciudad adonde los jóvenes solían ir con sus novias. Se ha quedado solo, lo rodea apenas el murmullo de los grillos. Allí daba lo mismo ponerse o quitarse los lentes. Amilcare Carruga sabía que la exaltación originada por los lentes nuevos era tal vez la última de su vida, una exaltación acabada.

V. H. G.

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