Intelectuales: elogio de la desmesura
Martín Bergel
MARTÍN BERGEL A TU DERECHA |
¿Qué lugar tuvieron las ideas y los intelectuales en el diseño de eso que llamamos Argentina? ¿Cuál fue la eficacia de su accionar, en relación con el peso de otros actores e instancias de la vida social? En sociedades de baja densidad institucional como las latinoamericanas, pensadas en general en situaciones de carencia o de rezago frente a los modelos de países considerados más desarrollados, el voluntarismo fue un rasgo habitual en las apuestas intelectuales. Basta reparar por ejemplo en el desaforado ensayo educativo que el Estado mexicano emprende bajo el decisivo impulso de José Vasconcelos a comienzos de los años 1920, o en la tentativa de edificación de un proyecto socialista de raigambre cosmopolita que poco después despliega José Carlos Mariátegui en un país periférico y con un proletariado apenas incipiente como el Perú.
Pero ese sesgo de desmesura parece haber sido especialmente marcado en el caso del país que conmemora ahora el Bicentenario de su Independencia. Así al menos lo sugiere la imagen legada por Tulio Halperin Donghi en su clásico texto Una nación para el desierto argentino. Según el notable historiador, en ningún otro rincón hispanoamericano se asistió a intervenciones y combates intelectuales semejantes a los que sobrellevaron los más conspicuos miembros de la Generación de 1837 por dar forma al país en ciernes. El ardor utópico de esa batalla de ideas se verifica ante todo en Sarmiento, cuya curva vital como político y como escritor ofrece un caso de excepcional intensidad en cuanto a la persecución de un horizonte proyectual de construcción de una nación.
Ese brío de la primera generación intelectual argentina disminuyó perceptiblemente en las últimas décadas del siglo XIX, aun cuando diversos conatos del ímpetu reformista que lo habitaba se prolongaron en la nueva centuria. Pero sobre todo a partir de la crisis de 1930, un ánimo de balance y revisión se enquistó en parte sustantiva del pensamiento argentino, embargado ahora en una tarea de elucidación de los factores que habían llevado al país a descarrilar del promisorio futuro que se le había adivinado. No obstante, si esa perspectiva se adueñó sobre todo de figuras del espectro liberal-conservador y nacionalista de derecha, el talante prospectivo de Sarmiento halló sobrevida en otras franjas. Como mostró Oscar Terán en su también clásico libro Nuestros años sesentas, la emergencia de una nueva izquierda intelectual tras la caída del peronismo no sólo reconfiguró el mapa cultural argentino, sino que también dio renovado vigor a la creencia en la potencia arrolladora de las ideas.
Al cabo, ha sido usual la pregunta por cuánto de ilusorio y de extraviada autorrepresentación hubo en esa vocación desmesurada de los intelectuales argentinos. El propio Halperin Donghi hizo del contraste entre los proyectos de la intelligentsia y sus efectivos resultados prácticos uno de los ejes impulsores del conjunto de sus exploraciones del pasado del país. Otra deriva, movilizando un núcleo ideológico tan rudimentario como pregnante, hizo del antiintelectualismo el efecto en reverso de las grandilocuencias del voluntarismo intelectual. Con todo, frente a ese ejercicio facilista de puesta en ridículo de los sueños de la razón cabe adoptar una actitud opuesta. Si ni el romanticismo ilustrado de la Generación del 37 ni la intelectualidad de izquierdas del siglo XX consumaron siquiera una parte de sus afanes utópicos, el impulso que los gobernó no pasó por este mundo sin dejar consecuencias benéficas, a menudo perceptibles sólo como efectos indirectos y en la larga duración. He allí entonces un rasgo a celebrar en la historia bicentenaria del país.
El autor es historiador, investigador del Conicet y del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes
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