lunes, 8 de agosto de 2016

HISTORIAS DE VIDA


Recuerdo que fue un día soleado de marzo de 1980. Recuerdo también que sentía una mezcla de miedo, adrenalina y desasosiego, y que ocurrieron cosas que cambiarían gran parte de mi vida y que, casi con entera seguridad, me han transformado en la persona que soy. Así fue mi primera jornada en el servicio militar, y el dominó de eventos resultó, como le gusta al destino, tan fortuito como estrafalario.
Sólo unos pocos hombres reaccionaban mal al cóctel de vacunas con que el ejército obsequiaba a sus soldados antes de enviarlos a la espinosa instrucción militar. Se rumoreaba que la inyección, por aplicarse en la espalda, causaba un dolor indecible. Pero ahí estábamos, en una larga fila de torsos desnudos que recibían la temida aguja. Una línea de producción de gemidos apagados y un soñoliento arrastrar de pies.


No quiero presumir -verán muy pronto que en esta etapa del relato no termino bien parado-, pero el pinchazo no me dolió casi nada. En cambio, unos 3 segundos después, mi visión cambió de forma sustancial. Primero, me pareció que estaba mirando por un tubo. Luego, el oficial médico, que hasta entonces vestía un impecable guardapolvo blanco, se tornó de un naranja de lo más tropical. Su voz, que me preguntaba si me sentía bien (no, no me sentía bien), se fue apagando poco a poco. Entonces me desvanecí. En la lotería orgánica, me había tocado una reacción adversa. O simplemente fue un julepe fenomenal. En todo caso, volví a la consciencia gracias a las gotas de alcohol puro que me estaban escanciando en la boca. No se los recomiendo. En serio.
El viaje alucinatorio me dejó un poco alelado, pero había que continuar y volví a la línea de producción. En algún momento nos dieron la ropa de combate y, así uniformado, sintiéndome como después de dos o tres whiskies, llegué trastabillante a una etapa crítica del ingreso: la selección por destrezas, en la que varios suboficiales recorrían la fila preguntando si alguno sabía soldar, cocinar, escribir a máquina, y así. Los soldados viejos -los que estaban yéndose de baja-, nos habían advertido que debíamos rechazar la oferta, porque de otro modo la pasaríamos mucho peor.



Todavía aturdido, trataba de enfocar una idea que, desde el fondo de mi mente, levantaba la manito para llamar mi atención. Los suboficiales pronto pasarían por donde me encontraba y perdería una ocasión que presentía cardinal. Hice un esfuerzo. Ahí estaba. Por un segundo vi claro el disparate, muy probablemente malintencionado, de los soldados viejos. Me pregunté: "¿Cómo puede ser malo saber hacer algo?" Levanté la mano cuando los suboficiales casi me habían dejado atrás. "¡Yo -grité, con voz narcotizada-, yo sé escribir a máquina!"
Hubo una suave espiración plañidera entre mis compañeros cuando me extrajeron de la fila y me llevaron a una oficina. Había allí una máquina de escribir iluminada por el sol y una resma de papel. No lograba enfocar el teclado, a causa del desmayo precedente, pero tipié a toda velocidad lo que me dictaron. Cuando terminé, se hizo un silencio que no supe si era de pasmo o de admiración. "Éste va a ser el escribiente del coronel", observaron, sin hablarme, como si fuera una sentencia o un hado, y me devolvieron a la fila.
Tal fue el cargo que asumí tras los 40 días de instrucción. Como había sospechado, esa posición -única y respetadísima dentro del regimiento- me permitió pasarla mucho mejor. Trabajaba sólo de lunes a viernes y no hacía guardias. Es verdad, tuve que cumplir 14 meses de servicio, pero me fue bien y, por esa razón, decidieron promoverme a dragoneante. No me quedaba muy clara la relación entre la máquina de escribir y el oficio de la guerra, pero el ejército no suele tomarse a bien que uno se ande con remilgos. Acepté mi tira y el salario del que ahora disfrutaba, y esperé pacientemente la baja. Lo que todavía no sabía era que la decisión de demostrar mi destreza con el teclado desencadenaría una de las experiencias más estremecedoras que me ha tocado vivir.

Un año después de mi baja, el 5 de mayo de 1982, fui convocado para combatir en la Guerra de Malvinas. Como era dragoneante, me ascendieron a cabo. Un oficial me promovió in situ, sin ceremonia alguna, me puso la insignia con las dos tiras rojas en la mano, contó 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 de una fila y les dijo: "Ustedes, con el cabo". A los 21 años ya tenía mis jinetas y mi grupo de tiradores. "Cabo", pensé, estupefacto. Así empezó mi brevísima e imprevista carrera militar y, aunque nunca llegué al frente, en los siguientes dos meses aprendería alguna de las lecciones más abrumadores de mi existencia. Ya les contaré.
A. T.

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