Manuel , mi abuelo, llegó a Buenos Aires a los
16 años. No sabía leer ni escribir, pero lo esperaban aquí algunos de
sus hermanos y, poco propenso a las nostalgias, le tomó la mano al lápiz
negro y salió a buscar empleo. Descubrió así su vocación: era un
vendedor nato. Descolló en la fábrica argentina de Alpargatas. Formó una
familia. Se compró una casa y un Ford 40. Entonces la vida le dio la
primera bofetada. Su primogénito, mi tío Ricardo, enfermó del corazón. El abuelo abandonó el empleo fijo y seguro y fundó su propio bazar, en
el barrio de Barracas. Era la herencia que pensaba dejarle a su hijo, al
que imaginaba incapaz de arreglárselas solo, a causa de su enfermedad.
Pero Dios dispone, ya se sabe, y el tío Ricardo habría de morir antes
que su padre, mi abuelo.
Desde los 6 años me la pasaba con el abuelo y el tío y fui aprendiendo ese riesgoso arte de seducción que determinaba un despacho y del que dependía, en consecuencia, la olla. Ese bazar perdido en la memoria, que a veces vuelvo a recorrer en sueños, me enseñó que la primera línea de un texto es crucial. Me enseñó que si el cliente se aburre, se marcha. Me enseñó a hablar mucho y bien, porque a veces la compra es sólo una forma de agradecer un buen momento. Y me enseñó, por fin, que todo texto debe tener un buen remate.
Era su nieto primogénito y, por lo tanto, su debilidad. Para mi cumpleaños me regalaba siempre dinero, algo así como 10 pesos de ahora, y cuando se enteraba de que les había pedido a mis padres un libro, me preguntaba:
-Pero ¿para qué?, si ya tienes.
Al final, cuando las visitas al médico empezaron a volverse más frecuentes, me ocupaba de acompañarlo. Recuerdo una tarde en el Centro Gallego. Mi abuelo tendría unos 70 años y yo, algo más de 20. Había llevado conmigo un libro, una biografía de Albert Einstein, para pasar el rato. Cada tanto, don Manuel me daba un codazo, señalaba a una enfermera que había pasado por el pasillo y exclamaba:
-¡Hombre, deja ya ese libro y mira esas pantorrillas!
Su testarudez era legendaria. Dicen que también heredé ese rasgo. Una anécdota retratará a la perfección el origen de tal obstinación. Un día, siendo pequeño, descubrí que mi abuelo casi no podía mover los dedos anular y meñique de la mano izquierda. Le pregunté qué le había ocurrido. Me explicó:
-Pues, que cuando tenía como tu edad estaba segando el trigo y me he cortado los tendones. Me vendaron y así quedó.
-Pero, abuelo -observé-, ¡la otra mano la tenés igual!
-Pues, hombre, había que seguir segando.
A. T.
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