Son las 5.30 de la madrugada de un día en el corazón del verano, pero cuando el avión está a punto de tocar tierra, la nieve golpea las ventanillas con nutridos copos. Los otros pasajeros en MIAT, la aerolínea oficial de Mongolia, conocen los vericuetos del verano en Ulan Bator, la capital más alejada del mar que pueda encontrarse en todo el planeta. Es agosto y verano en el hemisferio norte, sí, pero en agosto hace aquí con frecuencia mucho frío. Volar alegremente desde Pekín en bermudas tiene un riesgo. Habrá que pasar frío.
Por suerte en un rato espera el hotel, por suerte uno de los dos amigos con los que viajo es el previsor, el que investiga, organiza y reserva.
Ninguno de los dos sabe aún que Mongolia es mucha Mongolia. El personal del hotel en cuestión asegura no saber nada de una reserva, pero sugiere que subamos a un auto que espera afuera. La mañana sólo se insinúa, las sombras y los grises le ganan aún a la luz. Y menos luz hay en el auto de ventanillas opacas, cuyos conductor y acompañante prometen dejar a los visitantes en un hotel bueno y económico, apenas cinco minutos más allá.
Nada de eso. Tampoco ahí nos reciben, ni en el siguiente. Al cuarto intento hay cama y habitación disponibles. Que sea en un hotel norcoreano es lo de menos. La decoración incluye cuadros de Kim Il Sung y Kim Yong Il. No había llegado al poder aún Kim Yong Un.
Difícil dormir más que un par de horas, toda una ciudad espera afuera, y apuntarle a la plaza Sukhbaatar es lo lógico. Es el centro de todo, es el lugar para admirar los dos mayores símbolos mongoles: Gengis Khan y su caballo. Gengis Khan, el creador de uno de los imperios más grandes de la historia. En la plaza hay niños, de cuatro o cinco años que suelen clavar sus ojos en el visitante esperando alguna ayuda. Pero esta vez es diferente: no es un reclamo duro que espolea la culpa, sino un vínculo sereno, casi alegre. Cariñoso. Por eso hay abrazos y fotos, además de regalos.
La nieve de la mañana da paso a un sol que pega, esta vez sí, como debe ser en un día de verano. Y da paso a una tarde en un pub en el barrio de las embajadas. De un lado, un partido intrascendente de la Premier League; del otro, un desfile de modas espontáneo y asombroso: las mongolas, además de ser altas, un tanto altivas y bastante delgadas, saben vestir y moverse mucho mejor que cualquiera de sus vecinas asiáticas.
Ya es de noche, los bares se van sucediendo hasta que Olga y Sayana invitan al que en teoría es el mejor club de la capital. Que esté en una zona de edificios derruidos y oscuros pasadizos de hormigón es un detalle. Lo mejor está adentro, dicen.
No es así, claro, y mucho menos cuando en medio de la animada conversación en un sofá de cuero contra la pared vuelan un par de colillas de cigarrillos aún ardientes sobre las cabezas de los cuatro. Un hombre que bien podría ser luchador de sumo se planta ante el sofá a pedir explicaciones. Habla en mongol, pero Olga y Sayana explican que le molesta que los extranjeros estén con sus mujeres. Somos rusas, del otro lado de la frontera, explican ellas. No es suficiente. Cinco minutos más tarde lo que vuelan son vasos. El dueño del local sugiere que lo abandonemos.
Sumergidos nuevamente en la noche oscurísima de una capital repleta de baches y casi sin iluminación, el único recurso para trasladarse es subir a coches particulares, porque el transporte público no existe. Hay que confiar y negociar el precio del traslado. Olga y Sayana se encargan. La adrenalina por la huida apresurada del club se mezcla con la alegría por ese viaje a lo inesperado en una ciudad ajena. Una ciudad que es la puerta a la otra Mongolia, la de las montañas, la del desierto de Gobi, la de la yurta, esa carpa circular que en medio del frío y la nada da refugio a los sueños del viajero.
S. F.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.