viernes, 10 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA; JUAN JOSÉ CAMPANELLA


Cuando Juan José Campanella cumplió cinco años, sus padres le hicieron una fiesta. En su casa de Melo y Monasterio, Vicente López, hubo de todo: sándwiches, tortas, globos de colores, bonetes y hasta un payaso de nariz roja y zapatos inmensos llamado Jorge. Contrataron los servicios de Fotolinda, una casa que hacía diapositivas tridimensionales. Durante la fiesta, el del cumpleaños casi no reparó en el fotógrafo.

 Las fotos y el visor para verlas llegaron después, en una bonita caja de cartón. Aquel resultó el mejor regalo de todos. A principio de los años 60, el efecto 3D no era cosa de todos los días. Pero además, el visor con forma de largavista reproducía las condiciones de un cine. Al mirar por allí, todo se apagaba alrededor. En medio de la oscuridad, brillaba la imagen. No tenía movimiento ni voz, pero estaba viva. En esa función privada, el chico quizá haya sentido, además de una alegría infantil destinada a perdurar, la primera llamada de un mundo de fantasía al que le dedicaría la vida.
¿Puede la vida proyectada ser más real que la verdadera? Juan José no se hacía esta pregunta a los cinco años, claro, pero sentía ese poder. Y así lo siente hoy, cuando vuelve a mirar estas diapositivas en el visor 3D que conserva desde entonces. Más de 50 años después, el objeto parece antediluviano. Así y todo, le devuelve su infancia intacta y acaso representa el primer paso de una educación sentimental que convertiría a Campanella en un cineasta de renombre internacional.


En el recuerdo, el visor se mezcla con un Cinegraf. Aquel chico montaba funciones para toda la familia. Ubicaba a los espectadores, apagaba las luces y leía en voz alta los parlamentos de los personajes a medida que la película corría. Lo siguiente sería una filmadora Super 8, de la que no se despegará durante un viaje por el Norte con sus padres. Ya adolescente, los sábados a la mañana jugaba al fútbol con sus compañeros del colegio San Gabriel y por la tarde los empujaba al Roxy o al Avenida, dos cines sobre la avenida Maipú. Los domingos, después de almorzar, iba con sus padres.


La primera sospecha de que podía dedicarse al cine llegó a los 14 años, en febrero de 1973. Ocurrió tras salir en éxtasis del cine Kraft, donde reponían Cantando bajo la lluvia, musical de Stanley Donen que cumplía 20 años. "Sentí una hermosa levedad, como si flotara -dice-. Era una plenitud parecida a la del amor correspondido. La vi 22 veces en cinco semanas." Pero había más: Gene Kelly y Debbie Reynolds, protagonistas del film, se enamoran en un set de filmación, y allí Campanella entrevió el proceso que había detrás de las películas que adoraba. Una de esas tardes salió del Kraft a la calle Florida y se metió en la librería El Ateneo. Se topó allí con el libro Así se hace cine, de Tony Rose. Los astros se habían confabulado.
El impulso definitivo se lo daría Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra en el que James Stewart, tras una renuncia, encuentra su razón de vivir en la gente que lo rodea y quiere. "Con esta película descubrí que el cine tiene el poder de cambiarle la vida a alguien, de hacer que tomes decisiones y tuerzas tu destino -dice-. En este poder encontré también mis propias posibilidades."
Era el verano de 1980. Juan José llevaba tres años en la Facultad de Ingeniería y uno de cine en la Escuela Panamericana de Arte. Tras ver dos veces seguidas Qué bello es vivir en una sala casi desierta, juntó coraje y salió de la Lugones decidido a hablar con sus padres. Como James Stewart en la película, había tomado una resolución: hacer lo que tenía que hacer.
¿Qué ve Campanella hoy cuando mira las fotos de su cumpleaños número cinco en el visor 3D de la casa Fotolinda? "La infancia -responde, los ojos entregados a esas imágenes-. La película de la familia. Y el cine, siempre el cine."

H. M. G. 

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