sábado, 4 de febrero de 2017
HABÍA UNA VEZ....
Sobre las borrosas fronteras de la amistad entre el hombre y la mujer.
Fernández los quería a los dos, aunque por diferentes motivos. Los presentó en las piletas del Centro Asturiano hacia 1977, cuando todos tenían 16 o 17 años, y Marcela era sólo una chica del montón con una gran sonrisa: todavía no sabía tirarse bien de cabeza, siempre se daba panzazos horribles y dolorosos, y ya no quería ni intentarlo. Joaquín era un grandote simpático y pecoso, y la ayudó a vencer esa tara con paciencia y maniobras hipnóticas. Luego se tiraban juntos una y otra vez, como atletas olímpicos, nadaban juntos tardes enteras y cuchicheaban horas y horas bajo una sombrilla.
Pronto se hicieron íntimos amigos, y dejaron a Fernández fuera de aquella amistad absorbente. Fernández receló un tiempo de la nueva situación, ya que para variar le gustaba mucho Marcela, y apostó doble contra sencillo a que lo único que Joaquín quería era apretársela. Pero el grandote decía que no había nada más importante que una buena amistad, y la chica adhería a ese catecismo con una fe inquebrantable. Fernández los dejó a solas treinta años con esa creencia.
Joaquín le confesó mucho después, sin embargo, que una noche, viendo Grease en un cine de Palermo, él no resistió la tentación de tomarle la mano en la oscuridad y que ella se la retiró de inmediato. El grandote se sintió muy mal y, aunque jamás volvieron a hablar de aquel pequeño incidente, quedó sobreentendido que ella no lo miraba como a un hombre y que no debían arruinar la sublime amistad con alguna incursión amorosa.
Durante la primera juventud, Marcela fue la informante perfecta del cambiante mundo de las mujeres, y Joaquín se convirtió en su ávido alumno. El también, a su manera, hizo las veces de corresponsal aplicado en el complejo universo de los caballeros, y ella recibía aquellos datos como deliciosas revelaciones. Marcela lo preparó para varias chicas y él sirvió de confesor y celestino en varios romances que ella tenía. Esa clase de amistades profundas, llenas de complicidad y de solidaridades, se parece más al amor que a la hermandad: por lo general, los hermanos no suelen poner tanto empeño.
Cuando ella estudió para el ingreso a la Facultad de Odontología, él se quedaba en vela cebándole mate. Cuando él se enfrentó a su padre porque no quería seguir una carrera universitaria, ella lo aconsejó con devoción y madurez, y le secó las lágrimas. Marcela se recibió de dentista y ejerció durante mucho tiempo en un consultorio de la calle Aguilar. Joaquín se hizo de abajo en la casa de deportes de su propio padre, terminó heredándola y después desarrolló una cadena con siete sucursales exitosas. Intentó casarse con una deportóloga, pero la cosa fracasó a último momento, y Marcela tuvo que acudir a apagar el incendio y a levantar los ánimos. Luego ella se enamoró hasta la locura de un gestor y Joaquín fue testigo del civil.
Durante años se encontraban a cenar solos, una vez por mes, y se llamaban por teléfono todas las semanas. Cuando el correo electrónico entró en sus vidas, subió la intensidad de contactos. Una noche, medio borracho, Joaquín le escribió: “¿Sabés una cosa? No creo en la amistad entre el hombre y la mujer”. Marcela no le respondió nunca ese e-mail, y pasaron por encima de esa verdad inconveniente como si nunca hubiera sido formulada. Dos años más tarde, ella se separó del gestor y Joaquín, que estaba noviando con una viuda, dejó todo para hacerle compañía, ayudarla con la mudanza y el desconcierto, sostenerle la autoestima y asesorarla en los engorrosos trámites de un divorcio contradictorio.
Esa Navidad, él le mandó una tarjeta electrónica que decía: “¿Sabés por qué un hombre es amigo de una mujer? Porque la mujer no le gusta, o porque no se deja. Feliz Navidad, preciosa”. Joaquín siempre se arrepentía de esos arrebatos hormonales, que la digna dama jamás respondía. Lo que ocurrió a continuación fue simplemente la vida, que se vuelve áspera y complicada cuando los hijos se convierten en padres de sus padres, cuando la carrocería se hace perecedera, cuando las neurosis pasajeras se vuelven crónicas y cuando dejamos de ser jóvenes promesas para ser tristes realidades. En ese proceso vital, Joaquín olvidó finalmente que Marcela era una mujer y la trató como una madre sustituta.
Los amigos del alma se conocían como nadie, se comprendían aun en sus pensamientos más incorrectos, se auxiliaban mutuamente sin pedir nada a cambio. Eran familia. Tenían ese grado de afinidad total que es raro encontrar aun entre matrimonios felices. La frontera entre el amor y la amistad es siempre borrosa entre hombres y mujeres, y sólo hay una cuestión que la traza de manera tajante: el sexo.
Un día, de buenas a primeras, Marcela empezó a darse cuenta de que se “producía” para cenar con su amigo. Iba a la peluquería, se depilaba, estrenaba vestido nuevo y jamás se olvidaba de llevar escote. El grandote permanecía inmune y nunca le echaba siquiera una ojeada. Entonces, la dentista usaba ropa más ajustada y escote más audaz, pero sin el menor resultado. En esa escalada, ella percibió, con helada lucidez, que ya no podía ver a Joaquín como un hermano, que cada día le parecía más guapo y que lo deseaba con todo el cuerpo. Era una sensación nueva y peligrosa, y Marcela estuvo sin dormir varias noches al reconocerla, pero Joaquín permanecía donde siempre, donde ella lo había colocado: en el limbo de las amistades inofensivas.
Y de allí no se movía por más que la odontóloga se presentara un día desnuda. Marcela pasó del espanto a la desesperación femenina, sin escalas. Sabía que estaba en problemas graves, que se había enamorado de su mejor amigo y que ese horror se parecía muchísimo al incesto, pero su inconsciente había tomado el timón y en veinticuatro horas la había transformado en una loba sedienta. Marcela comenzó a tirarle sutilmente los galgos a Joaquín, pero el grandote, entrenado en décadas de cariño y castidad, no pescaba ninguna indirecta.
Las insinuaciones de Marcela se volvieron patéticas con el correr de las semanas y duraron tres meses y diez días. En el medio, sucedieron toda clase de equívocos, incluyendo por supuesto una tarde en la que ella le agarró la mano en el cine y él distraídamente se la llenó de pochoclo. Finalizaron cuando inesperadamente le detectaron a Marcela un nódulo tiroideo con mal pronóstico y la enviaron a una biopsia. La dentista salió a la calle, atravesada por la sorpresa y el terror, llamó por teléfono a Joaquín y le dijo que se le doblaban las piernas. El grandote pasó a buscarla y estuvieron hablando varias horas, tomando whisky con hielo y tratando de minimizar la gravedad del diagnóstico.
Ella temía morirse y él se moría de sólo pensarlo. Cualquiera que haya pasado por una biopsia sabe lo que significan la espera y los malos sueños que se sueñan despiertos, boca arriba. El pánico vuelve frívola cualquier prehistoria y resignifica los pequeños grandes logros de nuestra existencia. Los amigos del alma recorrieron ese desfiladero, desde la punción hasta el viernes en que le entregaron a ella los resultados finales. Marcela sólo anhelaba leer aquellas dos palabras: “patología benigna”. Se concentraba en ellas como los fanáticos se concentran en un número determinado de la ruleta y les rezaba a esas palabras combinadas como se le reza a un dios.
El viernes decisivo no hubo forma de acompañarla. Hay cosas que una debe afrontar sola, le dijo a Joaquín por teléfono. Se dicen, en esos momentos, lugares comunes. El lugar más común es la muerte. El grandote aceptó a regañadientes la orden, pero no pudo con su angustia: agarró el auto y lo estacionó frente al laboratorio. Como Marcela no salía, él entró a buscarla y no la encontró. Comenzó a llamarla por el celular, pero lo tenía apagado, y a rastrearla por los cafés de esas cuadras: la encontró sentada a una mesa, ojerosa y pálida como nunca, tomándose un whisky doble a las nueve de la mañana. Cuando vio a Joaquín, se echó a llorar y se abrazaron en silencio. El empezó a hacerle todo tipo de preguntas, ella le tapó la boca con la mano y le dijo al oído: “No quiero hablar de eso ahora, llevame a casa. Llevame a casa y no me dejes, por favor”.
El grandote la llevó y ella le pidió que se quitara la ropa. Joaquín se la quitó sin chistar, y pasaron el día entero envueltos en una penumbra transpirada y eléctrica. El sábado por la mañana, Joaquín le dijo: “Tendríamos que haber hecho esto hace veinte años. Yo siempre estuve enamorado de vos, ¿sabés? Pero siempre hacemos las cosas importantes cuando ya es demasiado tarde, ¿no? “No”, le dijo Marcela, desnuda y con la vista baja, tomando su desayuno y señalando el sobre del laboratorio. “No es demasiado tarde. Patología benigna.”
J. F. D.
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