martes, 7 de febrero de 2017

HABÍA UNA VEZ....



Los rasgos humanos se acentúan con el tiempo, lo sabemos. Comprobarlo en un caluroso sábado de verano resultó un placer inesperado, un premio a la insistencia de Julia, que durante meses nos recordó que no debíamos faltar a la fiesta en la que celebraría sus cincuenta años de matrimonio con Miguel, las bodas de oro. A Julia las fiestas le vienen de familia, se siente responsable de continuar un ritual extendido ante cada acontecimiento. Para Julia, sus hermanos y cuñados siempre hubo ganas y recursos para celebrar un casamiento, un bautismo, un cumpleaños, la Navidad o un simple reencuentro. Las fiestas son un bien de esa familia al que pocos se resisten y a las que casi todos están obligados a adaptarse a medida que se suman a ese grupo al que el tiempo lo ha llenado de ausencias, pero también de nuevas presencias.



Aquella rama que hicieron crecer los padres de Julia se extendió en ocho hijos, que crearon sus familias, para luego convertirse ellos mismos en abuelos y bisabuelos. Esa vieja ley vital de multiplicar y extender la descendencia tiene un eje destellante en esa familia de insoslayable raíz andaluza: encontrarse para celebrar.
Imposible no hallar una similitud entre la fiesta del último verano con aquella que, hace unos 40 años, celebraba el medio siglo de matrimonio Dolores y Manuel, los fundadores del clan. La memoria guardó recuerdos de aquella fiesta sorpresa en medio de una cerrada noche campestre que hoy regresan en el contraste con este nuevo encuentro. El paso del tiempo borró a personajes centrales de aquella primera versión de un matrimonio con sus ocho hijos casados y decenas de nietos que iban de la niñez a la juventud.
Mientras comienzan a llegar los primeros platos, una decena de mujeres reunidas en una misma mesa se divierten sumándose los años de cada una. "Más de 800 años", nos dirá una de ellas, con la picardía de que el dato desate las risas.
En un extremo del salón, dos paredes están tapizadas por fotos con la historia familiar. "Sólo estoy en las que son blanco y negro", celebrara una prima. Recorrer esas imágenes es un viaje agridulce de reconocimiento y aceptación del paso del tiempo. Allí están las fotos de tantas celebraciones como les fue posible colgar en esos dos gigantescos paneles que sostienen esa simple pero intensa historia. Recuerdos estáticos de momentos entrañables.


La fiesta se traslada al parque, donde la música estalla y convoca a bailar. Es cuando el pasado y el presente se unen de una vez, al ritmo de viejos y de nuevas canciones. Ahí están ellas, las que siempre animaron las fiestas. Algunas parecen solas, sin sus compañeros, pero se las arreglan. Mientras los chicos juegan por cuando rincón encuentren, y los hijos de las bailarinas brindan para una larga y animada conversación que antes y después de todo es un reencuentro, ellas bailan y animan la fiesta.
Una primera impresión hace pensar que será apenas un primer impulso. Es un error. Sin descanso, un grupo de chicas que promedian los ochenta bailarán hasta que sus hijos o sus nietos les pidan por favor, que es hora de irse, a eso de las cinco de la madrugada. Se mueven en todos los ritmos y los compañeros que encuentren, sean amigos, hijos, yernos o sobrinos se rinden mucho más rápido.
Quienes sino ellas exprimen la fiesta hasta el final, mientras posan para selfies, abrazan nietos, confirman el amor que les tienen a sus ahijados y piden el DJ tal o cual tema. Conocen el repertorio de hace medio siglo, pero también lo más popular de los últimos tiempos. Son expertas en cortes y quebradas, pero también en tararear las letras de cuanta canción haya sonado hace poco. Al fin, eran jóvenes cuando The Beatles sacudió a su generación.


La noche es definitivamente de ellas, auténticas reinas de la pista, vitales desafiantes del abatimiento. Viéndolas divertirse es sencillo descubrir que integran una nueva generación de veteranas, muy lejos del retraimiento de sus madres, del luto, de la tristeza perpetua. Prefieren valerse por sí mismas, salir, viajar, ir al club, formar nuevos grupos de amigos, postear fotos de sus recetas en Facebook, tener novios sin ocultarse. Las que enviudaron lloraron cuando tenían que llorar, pero no se encerraron en sus casas. Eligen vivir, antes que sobrevivir, luchar contra los achaques, aprendieron a ir al psicólogo y por él entendieron finalmente que los problemas son para ocuparse, no para preocuparse. Por eso bailan ellas, por ellas y por nosotros, los que siendo mayores todavía tenemos mucho que aprender de las más grandes.

S. S.

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