martes, 7 de febrero de 2017

TECNOLOGÍA; INTERNET


Sin libertad de expresión Internet es sólo un corralito digital
Cada vez más voces claman por regular el derecho a la palabra en la Red; cuatro razones por las que esto no tiene sentido


Ocurren con Internet equívocos que, si se dieran en otros órdenes, pondríamos el grito en el cielo. Uno de los más preocupantes es, desde mi punto de vista, el que vincula las redes sociales (y por extensión, Internet en general) con el discurso del odio. Como consecuencia -era de esperarse-, proponen (en serio, no es broma) regular lo que se puede y lo que no se puede decir en la Red. Si alguien osara reclamar censura previa para cualquier otro ámbito público, lo tacharían de antidemocrático. Y con razón.
Con Internet es al revés. El razonamiento hasta parece de lo más redondito. Puesto que hay una cantidad de almas perdidas que no pueden sino emitir basura verbal y puesto que la Red es usada por operadores políticos para instalar sospechas, acusaciones espurias y la sempiterna descalificación, entonces hay que ajusticiar a la libertad de expresión e instalar la censura previa. En ese caso, levantemos el artículo 14 de la Constitución Nacional, porque estas dos cosas (proferir inmundicia y montar campañas sucias) se dan también fuera de Internet. He ahí cómo el razonamiento cristalino pasó a sofisma insostenible.
Es decir, Internet (de nuevo) no tiene la culpa. En el mejor de los casos, somos una civilización joven a la que todavía le faltan unos cuantos milenios para mejorar ciertas conductas. No puedo ser más diplomático que esto.
Ahora bien, aparte de lo dicho, en los siguientes párrafos intentaré demostrar cuatro cosas. La primera, que regular lo que se dice en la Red sería inconstitucional. La segunda, que sería además innecesario. La tercera, que, dejando de lado los dos puntos anteriores, sería técnicamente imposible. Y la cuarta, que, por si esto fuera poco, ni siquiera estamos hablando aquí de discurso del odio u otros delitos.
Inconstitucional


Después de las atrocidades del nazismo, las democracias occidentales se pusieron de acuerdo sobre ciertos derechos humanos inalienables, derechos que estaban incluso por encima de la letra de cualquier carta magna. La Declaración Universal de los Derechos Humanos se firmó en diciembre de 1948 y, en su preámbulo, se mencionan cuatro derechos fundamentales; uno de ellos es la libertad de palabra.
Así que la libertad de expresión está en la base de la concepción del mundo en el que hemos elegido vivir. Es fácil imaginarse -y para muchos de nosotros fue algo cotidiano en varios momentos de la historia- cómo sería la vida si tuviéramos miedo de emitir nuestras opiniones o difundir nuestras ideas. Miedo de opinar. Miedo de hablar.
Por lo tanto, regular el discurso en la Red iría en contra uno de derechos humanos más básicos y elementales. Sería claramente inconstitucional en una nación como la Argentina, cuya Carta Magna garantiza a todos sus ciudadanos el derecho "de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa". Se entiende que hacerlo en la prensa o en Internet es exactamente lo mismo, dada la fecha en que se redactó el artículo 14.
Innecesario
Aclaremos algo. La libertad de expresión no fue ideada como una forma de garantizar el discurso del odio o la incitación a la violencia, de la misma forma que la privacidad no fue introducida en nuestra Constitución para proteger a maleantes y pedófilos. Más aún, existen leyes que castigan el discurso del odio, que por supuesto rigen en cualquier plataforma. Sí, también en Internet. Por lo tanto, no hay nada que regular. Dentro o fuera de la Red, el discurso del odio y la incitación a la violencia son delitos.
Imposible
El obstáculo técnico con el que se enfrentan los que proponen regular lo que se dice en la Red tiene dos facetas. La primera es que una Internet sin libertad de expresión no es Internet. Está en sus fundamentos, en su definición. Internet nace en las democracias occidentales como resultado de una visión del mundo en la que los ciudadanos tenemos el derecho inalienable a la palabra. Por supuesto, estamos muy lejos de completar esta visión. Pero, precisamente, Internet ha sido un gran paso para la libertad de expresión. Por eso, o tenemos una Internet sin ninguna clase de regulación de la palabra o no tenemos Internet, sino un corralito digital donde se difunden fotos de comida, gatos, bebes, selfies, propaganda oficial y frases inspiradoras de dudosa sabiduría. Yo diría que en esas condiciones es un retroceso, porque además facilita la vigilancia masiva de los ciudadanos.
El otro estorbo técnico con el que se van a encontrar los que piden regular lo que se dice en la Red es que sus protocolos y su arquitectura están diseñados de tal forma que es prácticamente imposible ejercer ningún control. Por añadidura, el ciudadano de a pie cuenta hoy con suficiente poder de cómputo para echar mano de cifrado asimétrico hasta en su bolsillo (WhatsApp, Telegram, Signal), redes privadas virtuales, proxies y otras delicias que, medio siglo atrás, eran un privilegio de unos pocos gobiernos y un puñado de corporaciones, y que hoy ponen al aprendiz de regulador en jaque. Es cierto, con inversiones astronómicas sería teóricamente posible censurar la Red. Pero no domesticarla. Tarde o temprano, estas tecnologías y sus usuarios se abren paso.
¿De qué estamos hablando?
Toda la perorata sobre regular el discurso en Internet porque "no puede ser que cualquiera diga lo que se le da la gana" es delirante por otro motivo. El derecho a la libertad de expresión no ampara el discurso del odio, la incitación a la violencia, la pedofilia y el bullying. Tampoco la calumnia, la injuria y la difamación. Así que, fuera de estas aberraciones, sí, muchachos, toda la idea de vivir en una nación libre es que cualquiera puede decir lo que se le da la gana. Ni más ni menos.
En mi opinión, el asunto detrás de esta súbita vocación por limitar el derecho a la libertad de expresión tiene que ver más bien con que se confunde una retahíla de insultos injustificados y -en general- inverosímiles, la comunicación de ideas repulsivas o los comentarios de hostilidad patológica con el discurso del odio. Y resulta que todo eso puede ser repugnante y puede afectarnos emocionalmente, pero no por eso es discurso del odio. Así que aclaremos.
El discurso del odio es aquél que ataca a un grupo de personas sobre la base de su orientación sexual, género, religión, etnia o una discapacidad de cualquier tipo. Ese discurso, además, debe intentar instalar alguna forma de discriminación contra el grupo que ha elegido como víctima.


La diferencia entre expresar una idea o una opinión (por extraviadas que nos parezcan) y el discurso del odio parece ser bastante sutil, a juzgar por algunos intentos legislativos, pero eso se debe a que Internet es una tecnología muy disruptiva. En sólo 25 años pasamos de un mundo donde los que podían ejercer el derecho de la palabra de forma pública eran unos pocos miles a uno en el que somos 3200 millones. Confunde, concedido, pero es deber de los formadores de opinión entender el mundo en el que están viviendo. Y el mundo en el que están viviendo es éste, no el de 1980.
De todos modos, tengo la impresión de que los que claman por regular lo que se dice en Internet están lejos siquiera de estas sutilezas. Simplemente, quieren que no haya más opiniones que los dejan mal parados, que desaparezcan las ideas que encuentran desagradables, la burrada estéril del que no tiene vida o la información deliberadamente falsa del que opera una campaña sucia. En el más comprensible de los casos, buscan eliminar la difamación. Ahora, es bastante obvio que buscar ese objetivo coartando un derecho fundamental es muy peligroso. Los instrumentos legales contra la calumnia, la injuria y la difamación también existen hace rato.
El argumento que se esgrime en este punto es que gracias a Internet (léase por culpa de Internet) se difama, se desinforma, se injuria y se calumnia desde el anonimato. Otro error de razonamiento. El verdadero anonimato es increíblemente difícil de lograr en la Red, y tampoco es algo perverso por sí. Pero, sobre todo, el hecho de que identificar a los emisores sea más difícil en Internet que en los medios tradicionales no tiene nada que ver con el derecho a la libertad de expresión que debe garantizárseles a las personas decentes. Implementar censura previa porque hay deslenguados en Internet equivale a erradicar un hormiguero detonando un dispositivo termonuclear en el jardín. Con el agravante de que, además, al final, las hormigas van a volver.

A. T.

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