miércoles, 8 de febrero de 2017
HISTORIAS DE BUENOS AIRES
Acerca de Enrique Cadícamo
Aunque sea un lugar común, no puedo dejar de decir que Enrique Cadícamo ha sido el poeta del tango por antonomasia. Un poeta de dimensión mayúscula en la evolución literaria del tango, de la que formó parte sustancial casi desde su origen.
Presumo que a mucha gente le sucederá lo mismo que a ese burgués gentilhombre de Moliere que hablaba prosa sin saberlo, cuando repite la letra de tangos indiscutiblemente populares que le pertenecen y que no relacionan con su autor, tales como Anclao en París, Pompas de jabón, La casita de mis viejos, Rondando tu esquina, Los mareados, Nostalgias, Por la vuelta y muchísimos más.
Nacido el 15 de julio de 1900 en la estancia Los Maireles, en el pueblo de Gral. Rodríguez, Enrique Cadícamo nació también para el tango, cuyo período de mayor esplendor vivió desde adentro, siendo simple y auténticamente él, con sus tempranas lecturas, su sabiduría de caminante mundano y su exquisita sensibilidad.
Apenas siete años después de haberse escrito Mi noche triste, él se inició con Pompas o Pompas de jabón y, al decir de Troilo, con este tango debutó ganando. Después, y en poco tiempo, llegó a ser uno de los autores más grabados por Gardel y ya no dejó de generar éxitos, ni de estar presente siempre, y en forma destacada, en el repertorio de todos los cantores que vinieron después, y eso hasta nuestros días.
Dueño de un frondoso prontuario autoral, agreguemos que muchos de sus títulos llegaron a merecer el halago del éxito perdurable y una vigencia inalterable. Una vigencia de casi un siglo, llamada a sobrevivirlo. Autor prolífico, podemos decir que cubrió poéticamente todo el espectro temático del tango.
Y aquí dos anécdotas:
Cuando cumplió ochenta años decidió dejar de fumar. Me dijo que lo hacía porque el tabaco “ya no venía como antes”. Y el día que cumplió 99 me leyó por teléfono esta cuarteta que acababa de escribir:
Borrando nombres queridos
la muerte ha pasao su dedo.
Padres y hermanos se han ido
y yo de porfiao me quedo.
Cadícamo y amigo, en octubre de 1981.
Acerca de la nariz
Nariz, órgano del sentido del olfato, que también forma parte del aparato respiratorio y vocal. Desde el punto de vista anatómico, puede dividirse en una región externa, llamada apéndice nasal, y una interna, constituida por dos cavidades principales, o fosas nasales, separadas entre sí por un tabique vertical.
Se la puede llamar napia; naso; ñata; hornaya o sifón y, de acuerdo con sus características, el que la porta podrá ser un ñato; un napiún; un narigón; un nasún o un narigueta. Nariguetearse o darse una narigada o narigazo ya es otra cosa.
Y hablando de narices, a una de ellas, famosa por su tamaño, Francisco de Quevedo le dedicó este soneto:
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.
Acerca de una muertecita
Era de Parque Chas y era vueltero.
De chico nunca tuvo juguetes. Su padre le decía que podían llegar a distorsionarle los valores. En el bachillerato, en primer año, por pensar como actuaba lo dejaron libre. A partir de entonces se consideró un librepensador y se dedicó a escribir. Quería escribir un cuento breve, tan breve, que le permitiese prescindir hasta de las palabras. Se quedó en la intención y lo logró.
Llegó a ser un auténtico filósofo. Uno de esos filósofos acerca de los cuales uno pone en duda que en realidad lo sea porque vive a la vuelta de nuestra casa. Su frase predilecta era: Pienso, luego desisto. Y esta otra: Nuestros huesos serán la nafta adulterada del futuro.
Nunca trabajó y cuando llegó a la edad en la que se hubiera podido jubilar, comenzó a desempeñarse como estibador y terminó hecho bolsa. Fue alguien que prefirió siempre el anonimato y se murió pidiendo que no lo deschavaran.
Aunque no fue precisamente un dador de sangre; aunque en toda su vida no hizo otra cosa más que acumular señas particulares; aunque tenía un cerebro pequeño y toneladas de actitudes, están los que dicen que iluminaba un lugar con sólo dejarlo.
Fue genio y figura hasta el crematorio.
Sus cenizas fueron esparcidas con la misma natural indiferencia con la que se sopla una afeitadora. Sin llantos ni oraciones.
L. A.
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