viernes, 10 de febrero de 2017

LA BUENA GENTE


Emiliano tiene un negocio de venta de baterías en el norte del conurbano. Es un local pequeño y atiborrado, pero impecable. Elijo el modelo que necesito y le pregunto si es posible que instale la nueva batería en el coche.
-Sí, claro, pero primero vamos a ver cómo está la que tenés ahora -dispone, tomando un instrumento amarillo, grande, algo distópico. Afuera, abro el capot y el hálito agobiante exhala calor en el calor de enero. Imperturbable, Emiliano me da una serie de instrucciones. Que encienda el auto.

 Que apague el aire. Que prenda las luces. Ha conectado la gran caja amarilla a los bornes y, cuando termina su diagnóstico, niega con la cabeza y dice, triunfante:
-Tenés batería para un año más.
Me quedo mirándolo. Abro la boca para preguntar si entonces no necesito cambiarla. Me doy cuenta de que sería la pregunta más estúpida de la historia de la República. En cambio, observo:
-Emiliano, vos vendés baterías. Y me estás diciendo que no te compre una batería.
Se ríe, un poco abrumado, y ensaya una suerte de excusa:
-¿Pero dónde vas a ir a comprar una batería dentro de un año?
Me duele en el alma que un hombre deba excusarse por su decencia. Recuerdo entonces otras historias. Es 2010 y estoy por despegar rumbo a Roma en un vuelo de Aerolíneas Argentinas. Una madre deposita la cuna de su beba en el piso y una azafata le señala que la cuna no debe ir ahí. La pasajera se le retoba con tono arrogante. La tripulante de cabina, impasible, replica:
-Ponga la cuna en el asiento del lado de la ventana o la bajo del avión.
Su expresión es la del que sabe que las reglas del aire son inapelables. La pasajera obedece sin chistar.
-El cinturón, por favor -añade la azafata.
O esta otra. Es 2012 y viajo a Córdoba para dar una conferencia. Llego demasiado temprano y me siento a tomar un café en uno de los bares que hay en Aeroparque. Noto, al rato, que en la mesa contigua, al otro lado de una mampara, no desayunan. Están trabajando. Un supervisor revisa planillas junto con dos asistentes. Se ven varios manuales y los hombres parecen pertenecer a algún organismo de control.
Todo parece rutinario, hasta que el supervisor los regaña, golpeando insistentemente con el dedo índice un renglón en una planilla:
-La temperatura de este freezer está bien, pero usaron el termómetro incorrecto.
Sus asistentes lo miran con cara de que no hay ninguna diferencia en las lecturas, cualquiera que sea el termómetro que se use. Pero no se atreven a decir nada.
-Vayan a medir de nuevo ese freezer -decreta, implacable.
-Pero, jefe, ¡la temperatura va a dar igual! -rezonga el que parece más avezado.


El supervisor lo mira con indignación. Abre un manual, busca en el índice, encuentra la página, da vuelta el libro y se los pone debajo de las narices. Coloca el dedo junto a un párrafo y reitera:
-Usaron el termómetro incorrecto. Ahora van y miden de nuevo.
Sus asistentes hacen caso. Están habituados. El jefe tiene esas cosas, siempre respeta el manual, sin excepción. El supervisor vuelve a sus planillas. Tiene una actitud reconcentrada. Es consciente de que por esa estación pasan más de 10 millones de pasajeros por año, y que una bacteria taimada, inadvertida a causa de un ínfimo error de procedimiento, podría causar una catástrofe. Lo observo. No se siente ningún héroe. Mientras sus asistentes van a medir la temperatura otra vez en el dichoso freezer, regresa a sus cifras, renglón por renglón, con la obsesión y el esmero del célebre pulidor de lentes.
Créanme, podría seguir durante horas con estas historias que me han enseñado que somos una nación de gente decente, seria y responsable. Los chantas, los ventajeros y los improvisados son un puñado. Alborotador, ostensible y a veces peligroso, pero solamente un puñado.

A. T. 

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