sábado, 11 de febrero de 2017
PARA PENSAR
Esplendor y caída del sueño bolchevique
La revolución de 1917 prometió la utopía de un mundo sin injusticia, pero su realidad fue una pesadilla
Loris Zanatta
BOLONIA.- La revolución bolchevique cumple cien años, pero murió hace mucho tiempo, enterrada por aquellos mismos que la vivieron o la sufrieron: los soviéticos. Sin embargo, es fácil predecir que este aniversario traerá consigo ríos de lágrimas nostálgicas. Hoy, como entonces, muchos dirán que la civilización liberal llegó a la última parada, que el capitalismo está en su etapa final, que la burguesía tiene ya un pie en la tumba. Y así sucesivamente. En realidad, en el siglo pasado todos ellos se han expandido y consolidado. Pero no importa: la atmósfera apocalíptica que reina en nuestros tiempos parece muy apropiada para celebrar las glorias de la Gran Revolución; para revivir la ilusión que François Furet relegó al pasado; para sacudirse de encima la historia y volver a soñar.
Para los muchos que aún persisten con ese sueño, será bueno recordar que ese pasado fue trágico, que para millones fue una pesadilla. El comunismo soviético prometió derechos que luego violó. La prometida autodeterminación desembocó en deportaciones, la prosperidad en hambre, la libertad en opresión, la modernización en militarización, la igualdad en el dominio de una nueva oligarquía. Su romántica idea de comunidad asumió pronto los rasgos de la orwelliana Rebelión en la granja, donde al comunismo, la nueva religión del Estado, fueron sacrificados los herejes que osaban rezar a un Dios diferente, o a ninguno. ¿Fue una buena idea mal aplicada? Dichosa ilusión: era precisamente esa idea la que producía ese resultado.
Se dirá que el balance del comunismo soviético no es tan negativo: ¿no protagonizó acaso una gran epopeya modernizadora? ¿No fue tan impresionante que logró transformar la desgraciada Rusia zarista en la gran potencia industrial y militar que fue la Unión Soviética? Claro, esto provocó el exterminio de una entera clase social, el sacrificio del consumo a la producción, de la libertad a la obediencia, del pluralismo a la unanimidad, del individuo a la comunidad, del ciudadano en carne y hueso a la abstracción del "pueblo"; todas cosas que ninguna democracia parlamentaria jamás podría imponer a su clase obrera, a sus ciudadanos, a su electorado. ¿Pero quién lo negará? ¡Fue un gran proyecto de modernización! ¿En serio? ¿Y no había otra forma de hacerlo?
De hecho, es todo muy cuestionable. La Rusia bolchevique dio la espalda al camino de modernización que en Occidente estaba dando lugar a la maduración de las fuerzas productivas, la antesala del comunismo imaginado por Marx. Más allá de la ideología, en los hechos, la modernidad que ella creó se fabricó con los materiales de la tradición anticoccidental rusa y oriental, basada en el comunitarismo campesino, en el imaginario religioso creado por una cristiandad milenaria. En este sentido, la revolución bolchevique terminó por encarnar el triunfo histórico de la Rusia cerrada y rural contra la Rusia abierta y urbana; la afirmación de la tradición oriental sobre la tímida y acerba modernidad secular introducida por el antiguo despotismo ilustrado de Pedro el Grande y otros modernizadores ambiciosos. La providencial emancipación del pueblo se transformó así en tiranía comunitaria decidida a expulsar y aplastar, en nombre de su armonía e identidad, todas las formas de creatividad, libertad, libre iniciativa y desviación de la nueva ortodoxia reinante. De esa forma, el sueño modernizador del bolchevismo perdió su cita con la modernidad, y tal fue la principal causa de su caída.
Caída que no por casualidad, recuerda Hélène Carrère d'Encausse, coincidió con el despertar de la antigua alma prooccidental oprimida durante décadas, expresada en la frase en boga durante la Perestroika "ya no se puede vivir así", que aludía a la barbarie de la vieja Rusia gris, autoritaria, intolerante. Aun menos casual es que el resultado de la larga transición que siguió al colapso de la Unión Soviética haya visto sucumbir una vez más a la Rusia europea frente a la antigua y eterna Rusia que Vladimir Putin, nuevo zar, colocó bajo el paraguas protector de la cristiandad ortodoxa, fuente espiritual del nuevo orden, en continuidad orgánica con el pasado.
Por encima de todo, sin embargo, la revolución bolchevique prometió la utopía, señaló un futuro feliz, anunció un mundo libre del mal, la injusticia, el dolor, donde el bien y la justicia triunfarían. En esto residía su inmensa fuerza y en esto hacen hincapié todavía las nuevas generaciones que la mitifican; la misma fuerza, después de todo, de las grandes religiones, capaces de calentar los corazones indicando el camino hacia la tierra prometida, de sacrificar el presente a un futuro de salvación, la materia al espíritu, los intereses al heroísmo. Que el futuro perteneciera al comunismo y que así estaba escrito en las leyes invisibles de la historia fue la certeza inquebrantable de los marxistas, soviéticos y no soviéticos, durante todo el siglo XX. Muchos, estoy seguro, siguen pensándolo, y hay quienes, como Fidel Castro, murieron con esa convicción.
Quién sabe qué opinarán al respecto los historiadores futuros. Hasta la fecha, el comunismo soviético nacido aquel octubre de hace cien años, cuando los bolcheviques tomaron posesión por la fuerza de la revolución democrática en marcha, no se parece en nada a esa etapa de la historia que los teóricos marxistas profetizaron; es decir, la época en que, según Marx, tendría fin la vergonzosa prehistoria de la humanidad, transitada sin gloria a través de la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo, de un sistema de explotación al otro. El comunismo, quería la doctrina, haría finalmente ingresar a la humanidad en la Historia, iluminándola de hermandad y desinterés; el Hombre Nuevo comunista eliminaría de una vez por todas las tendencias pecaminosas del viejo hombre burgués, egoísta e individualista. ¡Qué abismo entre ese futuro soñado y el pasado dejado! Lapidario, Santos Juliá señaló: el comunismo soviético terminó siendo la forma asumida en Rusia por "la transición, tardía y particularmente cruel, del feudalismo a la más rapaz versión del capitalismo". Más que un salto hacia el futuro, añadiría, más que una vía universal a la modernidad, la parábola bolchevique resultó en un desesperado intento de neutralizar sus efectos amenazantes sobre la identidad y la cultura de la antigua Rusia.
Aunque los libros de historia soviética que leí en mi juventud lo describieran como un reaccionario del que era aconsejable mantenerse distante, nadie entendió mejor la profunda naturaleza del bolchevismo que Nicolas Berdiaeff, filósofo católico que el régimen revolucionario no tardó a enviar al exilio. Él, que había vivido la revolución y al que la fe no le hacía defecto, no tenía ninguna duda: la fe comunista tenía "orígenes religiosos e incluso cristianos" que ni siquiera el ateísmo bolchevique había cancelado. Más: era precisamente esa raíz religiosa que le daba su gran fuerza y le permitía atraer a las masas. El bolchevismo, observó, rompía con la idea de "la independencia individual y la laicidad de los tiempos modernos" y exigía "una sociedad sacralizada". Esto le hacía afirmar, justo cuando la revolución estaba en su infancia: la que empieza "no será más una época secular, sino religiosa". La religión del Anticristo, para él; la de Lenin, para los nostálgicos.
Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
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