sábado, 15 de abril de 2017

CÉSAR AIRA...SUS MUCHOS LIBRO Y UNO NUEVO "UNA AVENTURA"


César Aira. Peripecias de una historia secreta
Anticipo de
Una aventura, el nuevo libro del escritor argentino
A mí nunca me había pasado nada, y lo sentía agudamente. Quiero decir, nada memorable, nada que saliera de lo previsible, algo dramático que marcara un antes y un después en mi vida que era como la de todos, o un poco menos. Por supuesto que me pasaban cosas, porque no pueden dejar de pasar, pero si sentía que a los demás les pasaban más era porque yo devaluaba las que me pasaban a mí, en mi anhelo de aventura. Otros podían sentir que pasaba algo cuando compraban un televisor o se iban a la playa un fin de semana largo. Para mí eso seguía siendo nada

Una vida ordenada, profesionalmente satisfactoria, familia, amigos, rutina sin sobresaltos. Pedir más habría sido poco agradecido; además, pedir más habría significado pedir problemas. En el fondo, yo tampoco pedía más. Tengo horror de los problemas. Quiero vivir tranquilo. Si no había tenido aventuras era porque había evitado toda ocasión de que me sucedieran. Pero sabía lo que era una aventura; aunque no cultivé la imaginación, ni soy de cuentos o fantasías, no me absorbía tanto la vida cotidiana como para no poder concebir otra cosa. De ahí, una cierta nostalgia, sin forma definida.


Llegué a preguntarme si acaso no me estarían pasando hechos portentosos, y no los veía por estar demasiado cerca, por falta de perspectiva. Quizás dentro de muchos años, cuando mirara atrás, vería que me habían pasado cosas asombrosas? En cierto modo, fue lo que pasó, sin que tuvieran que pasar muchos años: en presente. De pronto me vi embarcado en una verdadera aventura, y sin darme tiempo para mucha reflexión, ni para preguntarme "¿Pero realmente me está pasando esto a mí?", tan vertiginosa fue la carrera de los hechos, fui el protagonista, por una vez. La reflexión vino más tarde, el asombro, casi la incredulidad. ¿Me había pasado de verdad? ¿No lo había soñado? No: fue tan real como se puede serlo. Y yo había estado en el centro. La llanura de mi experiencia se engalanaba con un Everest de pico nevado.
Cuando mi espíritu se hubo aquietado sentí esa clase de satisfacción que viene acompañada de la convicción de que "no se puede pedir más". Había vivido algo que nunca había soñado siquiera que pudiera vivir. No habría otra, siendo quien soy y llevando la vida que llevo. No me quejaba. No quería más. Una gran aventura puede llenar toda una existencia como la mía. Además, en la remotísima posibilidad de que hubiera otra, también era remota la posibilidad de que yo saliera tan bien parado como esta vez. Había sido una rara perfección de la suerte, como una obra de arte bien acabada, o un rompecabezas en el que todas las piezas hubieran caído en su lugar.



Así la recordaba, en una delectación que la envolvía como cristal líquido. El sentimiento de intensidad de tiempo en el que había sucedido se actualizaba en la memoria. Su brillo era una garantía contra el olvido. La tendría siempre en la memoria tal como había sucedido. Estaría ahí, intacta? pero estaría sólo allí, y en ninguna otra parte. No podía contársela a nadie, los testigos y participantes apenas si habían entrevisto partes del todo, sin entender, no tenían modo de reconstruir la trama general, y además eran desconocidos entre sí que se habían dispersado por el mundo. La magnífica aventura, entonces, era mi tesoro y mi secreto. Eso al principio no me preocupó; no tenía por qué hacerlo, ya que el secreto era parte de su mérito. Usarla para la jactancia habría sido devaluarla. Y por otra parte era imperativo que yo la mantuviera en secreto.

Pero con el tiempo empecé a sentir que era demasiado buena para dejarla de puro recuerdo inmaterial. Un insoslayable sentimiento de gratitud me pedía que hiciera algo por la aventura que había enriquecido mi vida. Pero sabía que fuera lo que fuera lo que hiciera iría en contra de la necesidad imperiosa de preservar el secreto. Es cierto que exponer un secreto no equivale a revelarlo, pero sí da una buena pista, y dada la naturaleza de este secreto yo no podía arriesgarme a dar la menor pista. Pero, con todo, sí podía exponer, como si saliera de mi imaginación, una historia que sólo yo supiera que había ocurrido de verdad.
A partir de estos razonamientos, por el momento puramente especulativos, empecé a evaluar la posibilidad de dejar un registro de lo que había pasado. No tenía más que elegir el formato, cosa que no resultó tan fácil; por el contrario, se me hizo tan difícil que el único desenlace visible parecía ser el abandono del proyecto.


Providencialmente, el abandono fue suspendido porque justo en ese momento hubo un imprevisto que me ocupó cuerpo y alma durante varios días. Archivé provisoriamente en un repliegue del cerebro mis ideas relativas a la aventura que había vivido, y puse todo mi empeño en lo que tenía entre manos. Nunca he podido hacer o pensar dos cosas a la vez. No es tanto un rasgo de carácter como una decisión que tomé en mi primera juventud, como el único modo seguro de preservar mi tranquilidad. Yo tenía veinte años. Hasta entonces había dejado que se agolparan en mi cerebro y en mis manos todos los asuntos que se fueran presentando. Si tenía diez a la vez, los procesaba todos juntos, forzándome a una considerable tensión mental para no confundirlos. La energía desbordante de los verdes años me lo permitía, aunque sin sentirlo estaba acumulando un desgaste que terminó haciendo crisis.

La crisis sobrevino, paradójicamente, en una ocasión en que estaba llevando a cabo al mismo tiempo dos actividades de tipo hedónico, de las que se hacen para relajar las tensiones del día: palabras cruzadas y televisión. Cómodamente sentado en el sillón del living, el diario doblado en la página de entretenimientos en una mano, el lapicero en la otra, lanzaba miradas intermitentes al televisor encendido frente a mí.
De más está decir que ni completar las palabras cruzadas ni seguir el argumento de una película adocenada me exigían un gran esfuerzo. De por sí fáciles, me lo facilitaba además una práctica asidua de ambos, propia del estudiante poco exigido que yo era entonces.
Pero la facilidad en la que confiaba me jugó en contra esa vez. No sé si hubo dificultades objetivas o fui yo el que las puso desde adentro, lo cierto es que de pronto me di cuenta de que no encontraba una sola palabra del crucigrama, ni entendía lo que estaba pasando en la pantalla. Y no porque no lo intentara. Mi cerebro estaba electrizado con las definiciones de palabras de las que sólo conocía el número de letras, y sólo podía ver sus casilleros en blanco. Lo mismo con la película que estaban dando en la televisión. Me había identificado con el protagonista, compartía su angustia de perseguido o amenazado o urgido a realizar alguna tarea imposible so pena de muerte. Y no me habría sorprendido si le ganaba en angustia, porque yo además no entendía lo que le estaba pasando.


Debió de estar ahí el núcleo de la mancha de aceite que lo cubrió todo y terminó exasperándome de tal forma que me juré que en adelante haría las cosas de a una, y sabía que no me costaría trabajo limitarme al uno-a-uno, porque era algo que estaba en los fundamentos de mi constitución. Hasta entonces había estado yendo en contra de lo que era natural y conveniente para mí. Lo descubría a los veinte años; otros tardan más, o no lo descubren nunca y viven contrariándose.
Recuerdo que para castigarme con una simulación de la locura rellené todos los casilleros de aquel crucigrama, que había quedado en blanco, con letras elegidas (es decir, no elegidas) al azar. De lejos podía parecer que alguien lo había hecho todo, atento a las definiciones; de cerca, era el caos prelingüístico de la escritura (en letras de imprenta, como se hacen las palabras cruzadas). Desde entonces me mantuve firme en mi resolución, pero eso no impidió que aquella vez, por ser la última, me quedara latiendo en la memoria. No tanto por el crucigrama, al que otros muchos en mis tardes desocupadas vinieron a obliterar, como por la película. Es humillante no entender el argumento de una de esas banales producciones de Hollywood, pero hay algo peor: conservar algunas imágenes en la memoria y saber que deben tener algún significado y no saber cuál es. No sería tan torturante si fueran imágenes realmente sueltas. Las que yo había registrado formaban el conato de un episodio, el barrunto de una historia, que se resistía empecinadamente a revelarse.

UNA AVENTURA. César Aira, Mansalva
Una pieza misteriosa en el rompecabezas de la obra de Aira
Por Pedro B. Rey
Aira. Otra vez Aira. Y una vez más Aira. Escribir sobre los libros de César Aira entraña una variante literaria de orden deportivo. Desde El bautismo (1990), el escritor no pasó por alto ningún año: dio a conocer al menos un volumen por temporada, aunque las más de las veces llegó a dos, tres, incluso cuatro. Cuando un nuevo opus con su firma llega a las librerías, los lectores pueden sentir que se reedita la paradoja de Aquiles y la tortuga. ¿Debe limitarse a anotar que otra pieza acaba de sumarse al rompecabezas que se acerca ya al centenar de títulos? ¿Conviene ponerse a dilucidar cómo esa nueva narración interactúa con las demás? ¿O -tarea de las más difíciles- leer el libro en su más pura autonomía?
La primera de las preguntas -su orden no altera el producto- permite constatar una singularidad en el crecimiento de esa mancha voraz. El año último Aira publicó dos libros. El cerebro musical, por un lado, reunía algunos textos que habían salido en editoriales hiperindependientes y les sumaba Duchamp en México (además de Taxol y La broma), que sólo habían conocido una inconseguible edición mexicana del lejano 1997. Por otro, Sobre el arte contemporáneo (seguido de En La Habana) acoplaba bajo la misma tapa una alocución en un encuentro en Madrid (2010) y el texto sobre una visita a la capital cubana, escrito en 2000. Así visto, Una aventura, que ahora lanza Mansalva, tiene una novedad estadística: desde La invención del tren fantasma (2015) que Aira no daba a conocer una narración datada en fecha reciente. Poco menos de dos años puede considerarse, en su caso, lo más parecido a la abstención editorial.
Satisfecho ese detalle periodístico, puede pasarse sin más al segundo interrogante. En el mapamundi aireano no faltan las aventuras. Quien quiera que haya leído La liebre (1991), Un episodio en la vida del pintor viajero (2000) o El santo (2015) sabe de su talento para acumular peripecia tras peripecia, en una perpetua fuga hacia adelante. Pero Una aventura, a pesar de la promesa de su título, no forma parte de esa vertiente. Tampoco puede ponérselo al lado de aquellas ficciones de guiño ensayístico (Cómo me reí) o a los que les queda corta toda casuística (de Varamo y Parménides, a, por nombrar unos pocos, Festival). Quizá convenga aproximarlo a libros del estilo de Cómo me hice monja (1993), donde no había ninguna religiosa pero sí la sorpresiva muerte del narrador (donde "monja" tal vez refiera al "fiambre", el cadáver, dicho al revés). Una aventura es también capcioso, porque no hay aventura o, de haberla, aparece encriptada. "Yo quería contornear el silencio del secreto -dice el narrador- y, sin violarlo, dejar un testimonio concreto y tangible, además de completo y detallado. Quería que toda mi aventura, en su emoción y suspenso, y sus giros sorprendentes, quedara plasmada donde todo el mundo pudiera verla, a la vez que nadie, ni el más sagaz de los hermeneutas, pudiera saber de qué se trataba".


Como en otras narraciones de Aira -y aquí caemos en el tercer punto-, el argumento se entrega a los desvíos y las eternas postergaciones. Los enigmáticos recuerdos de cuándo habría ocurrido el magno evento (donde, se lee, es más vívida la memoria de lo que no había pasado a lo que había pasado en realidad) se van viendo contaminados por las pequeñas intrigas de la vida cotidiana de ese hombre que supo trabajar como "recuperador de documentos". Un viaje en barco al Uruguay parece ser la clave, o la compra de unos impermeables, mientras se trae a colación, como breves estampas, el diálogo con el capitán del barco que lo traslada o los intercambios con un chofer que en cada viaje se mueve acarreando sus trescientos libros.
Pero también se producen inconsecuencias y deslizamientos. Los impermeables, por ejemplo, estaban dirigidos a los hijos, aunque después resulta que éstos ya son grandes y viven en Estados Unidos, y más tarde que habían sido comprados para la parentela. O, incluso, que los desvaríos de la mujer son los que han inventado toda una familia imaginaria. Proliferan además las aporías cronológicas, donde los sucesos que se dirían posteriores suceden antes, cerrando el círculo de una de las aventuras del relato: cómo contar magistralmente algo que, desde el punto de vista narrativo, es deliberadamente defectuoso. Aira, podría decirse, lo hizo de nuevo, aunque jugando esta vez con el misterio: ¿hay de verdad un secreto? Y, si lo hay, ¿cuál es el dibujo en el tapiz?

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