El palacio de los hitos argentinos
Adelanto de un gran libro sobre el Luna Park: anécdotas del poder, peleas pasionales y la historia misma de un país
TEXTO Guido Carelli Lynch y Juan Manuel Bordón (fragmentos)
Usted no entra -escuchó que le decía el patovica.
Miguel Ernesto Caldentey insistió. Solo un error, una terrible equivocación podía dejarlo fuera de la fiesta que él había imaginado en detalle y de la que hablaría todo el mundo. Así que más le valía al encargado de la puerta que fuera a chequear la negativa con su jefe. Ya volvería con las disculpas del caso para reivindicarlo frente a su esposa y sus hijos, que lo acompañaban, para comprobar -una vez más- que él era el mejor escenógrafo de la televisión argentina. Sin embargo, lo único que escuchó Miguel Caldentey fue una negativa lapidaria:
-Ni usted ni su familia pueden entrar. Es una orden expresa de Diego Maradona.
Dos años antes había preparado las instalaciones del Luna Park para recibir al papa Juan Pablo II. Todo el mundo había quedado fascinado con la cruz enorme con la que acondicionó el altar para las dos ceremonias que el pontífice encabezó en el estadio. Ahora había tenido que cambiarle la cara al Luna para convertir ese enorme galpón con gradas en el salón de fiestas para la boda del mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Del más caprichoso y más ostentoso.
Caldentey ya conocía el humor de Maradona, así que no insistió y se alejó del casamiento del entonces capitán de la selección campeona del mundo con Claudia Villafañe, su novia de toda la vida. No pudo ver su obra terminada, de la que, efectivamente, se hablaría en todo el planeta con lujo de detalles.
A Alejandro Bagnati, encargado de montar la escenografía que había diseñado Caldentey, lo sorprendió el llamado por handy de uno de sus socios, que supervisaba el ingreso a la fiesta. "No lo dejan pasar a Cacho", le avisó. Enseguida, Bagnati le repitió el mensaje a Tito Lectoure. El gerente del Luna Park estaba en deuda con esos dos hombres. Ambos habían reinventado el Palacio de los Deportes como una excelente locación para eventos artísticos y teatrales, pero también sociales y empresariales. Ellos lo habían acondicionado, por ejemplo, para la presentación del Fiat Uno pocos meses antes. En esa ocasión habían tapizado las gradas vacías del Luna con telas y hasta importado un dron desde Canadá, detalle revolucionario para la época.
Lectoure, de smoking, le pidió explicaciones a Guillermo Coppola, mánager del futbolista.
-¿Qué pasa con Cacho?
-Diego dio la orden de que no entrara. Está caliente por la nota de la revista Gente.
Se refería a una nota reciente que la revista había publicado y en la que el escenógrafo adelantaba características supuesta-mente secretas de la ambientación del Luna. Bagnati no había corrido la misma suerte que su amigo porque, justo cuando Caldentey concedió la entrevista, Lectoure lo había mandado llamar para hablar de trabajo. Apenas supo que Cacho no había podido ingresar en el estadio, fue a socorrerlo. Lo encontró destrozado, con los ojos llenos de lágrimas y con el traje impecable que se había mandado hacer, igual que su hija. "A esta altura de mi vida, que me hagan pasar por este papelón. ¿Te das cuenta?", se lamentó antes de marcharse esa noche del 7 de noviembre de 1989.
De nada sirvió que les tapara la boca a los medios italianos, a los que les gustaba provocar a Maradona y repetían que el astro se casaría en un simple gimnasio de box, sin recordar que por allí habían desfilado Liza Minelli, Frank Sinatra y Juan Pablo II. En solo treinta y seis horas había desarmado la cancha de básquetbol que se había montado en el Luna para la presentación de los Globertrotters y puesto en marcha el "operativo Maradona". Caldentey y Bagnati habían alquilado dos habitaciones en el Hotel Roma -el preferido de Tito, durante décadas, para concentrar a sus boxeadores- para estirar las piernas y supervisar el trabajo contrarreloj sin tener que volver a sus casas. En un día y medio, veintinueve camiones transportaron las cuatro mil doscientas plantas que se colocaron en las tribunas del estadio; ciento veinte operarios colocaron cortinados acrílicos para tapar las gradas vacías y recrear, con la ayuda de efectos lumínicos, la caída de una cascada.
En las paredes que sirven de base a la superpullman colocaron una tela plástica que intentaba generar la ilusión del mármol. Sobre la avenida Corrientes levantaron la enorme tarima que sirvió como recepción para los invitados, que ingresaban en el estadio a través de una suerte de manga como la que se utiliza en los partidos de fútbol, que los llevaba hasta la puerta de la calle Bouchard.
El arquitecto de la fiesta no estuvo para ver la llegada de los mil doscientos invitados, entre los que se contaban celebridades de la época como Susana Giménez, el actor Carlos Calvo, cantantes como Fito Páez y Sergio Denis, el productor de televisión Hugo Sofovich y el entonces directivo de Sevel, Mauricio Macri. Todos ellos, al entrar en el Luna, debían descender al nivel donde estaban preparadas cada una de las ciento veinte mesas circulares, con capacidad para diez comensales algo apretados. Sobre la calle Madero se ubicó la cabecera que ocuparían los novios y sus familiares, a un metro y medio del suelo, para que todos pudieran apreciarlos.
Del lado de Lavalle, a ocho metros del piso se instaló el enorme escenario de veinticinco metros de largo y quince de profundidad. El piso había sido alfombrado en su totalidad en color gris; el baño de hombres, con un tapiz azul eléctrico, y el de mujeres, con uno rosa. En el medio de la pista se elevaba una plataforma en la que los novios bailarían el vals que tanto habían practicado en la intimidad. La pantalla que marcó tantas noches gloriosas de box y básquet se tapó con más acrílicos. Una gran araña central, que medía seis metros de alto y usaba doce mil lamparitas, era la principal fuente de iluminación. "Nadie, ni siquiera Tito Lectoure se podía dar cuenta de que eso era el Luna Park", diría semanas después Maradona, que se sentía dueño de todo, también del Palacio de los Deportes. (.)
Guerra Fría en el Luna. (.) Al proyecto para llevar el Circo de Moscú a Buenos Aires solo le faltaba la aprobación de ella. La dueña del Luna debió recibir la oferta con cierta desconfianza. A diferencia de los ballets, un circo obligaba a congelar la programación durante varias semanas, desviar el tránsito y transformar los alrededores del estadio en un zoológico. El Luna, además, venía de fracasar con el Circo de Berlín, que en algunas funciones no pasó de los trescientos espectadores. Aun así, el olfato de Ernestina [Devecchi] hizo que se la jugara y le reservó a Benavente el estadio para los meses de abril y mayo de 1966.
Si bien el gobierno del presidente Illia había reanudado las relaciones comerciales con la Unión Soviética varios años antes, la presentación del Circo de Moscú en el Luna quedaría en medio de un enredo diplomático. Con buena parte de la dotación de perros, ponis y osos rumbo a la Argentina, el Ministerio del Interior informó a los productores sobre un decreto que obligaba a los ciudadanos de la Unión Soviética a dejar registradas sus huellas digitales al entrar en el país. Cuando en Moscú recibieron esa exigencia, amenazaron con suspender el espectáculo.
El arquitecto de la fiesta no estuvo para ver la llegada de los mil doscientos invitados, entre los que se contaban celebridades de la época como Susana Giménez, el actor Carlos Calvo, cantantes como Fito Páez y Sergio Denis, el productor de televisión Hugo Sofovich y el entonces directivo de Sevel, Mauricio Macri. Todos ellos, al entrar en el Luna, debían descender al nivel donde estaban preparadas cada una de las ciento veinte mesas circulares, con capacidad para diez comensales algo apretados. Sobre la calle Madero se ubicó la cabecera que ocuparían los novios y sus familiares, a un metro y medio del suelo, para que todos pudieran apreciarlos.
Del lado de Lavalle, a ocho metros del piso se instaló el enorme escenario de veinticinco metros de largo y quince de profundidad. El piso había sido alfombrado en su totalidad en color gris; el baño de hombres, con un tapiz azul eléctrico, y el de mujeres, con uno rosa. En el medio de la pista se elevaba una plataforma en la que los novios bailarían el vals que tanto habían practicado en la intimidad. La pantalla que marcó tantas noches gloriosas de box y básquet se tapó con más acrílicos. Una gran araña central, que medía seis metros de alto y usaba doce mil lamparitas, era la principal fuente de iluminación. "Nadie, ni siquiera Tito Lectoure se podía dar cuenta de que eso era el Luna Park", diría semanas después Maradona, que se sentía dueño de todo, también del Palacio de los Deportes. (.)
Guerra Fría en el Luna. (.) Al proyecto para llevar el Circo de Moscú a Buenos Aires solo le faltaba la aprobación de ella. La dueña del Luna debió recibir la oferta con cierta desconfianza. A diferencia de los ballets, un circo obligaba a congelar la programación durante varias semanas, desviar el tránsito y transformar los alrededores del estadio en un zoológico. El Luna, además, venía de fracasar con el Circo de Berlín, que en algunas funciones no pasó de los trescientos espectadores. Aun así, el olfato de Ernestina [Devecchi] hizo que se la jugara y le reservó a Benavente el estadio para los meses de abril y mayo de 1966.
Si bien el gobierno del presidente Illia había reanudado las relaciones comerciales con la Unión Soviética varios años antes, la presentación del Circo de Moscú en el Luna quedaría en medio de un enredo diplomático. Con buena parte de la dotación de perros, ponis y osos rumbo a la Argentina, el Ministerio del Interior informó a los productores sobre un decreto que obligaba a los ciudadanos de la Unión Soviética a dejar registradas sus huellas digitales al entrar en el país. Cuando en Moscú recibieron esa exigencia, amenazaron con suspender el espectáculo.
La pulseada llegó hasta la Casa Rosada cuando el productor Saulo Benavente consiguió una audiencia con el presidente. Tras escucharlo, Illia le ofreció una solución sencilla para todo el lío de las huellas digitales. Había una excepción para los invitados oficiales, así que bastaba con que el gobierno le hiciera una invitación oficial al circo. A cambio, Benavente aceptó que la primera función fuera a beneficio de la Asociación Remedios de Escalada de San Martín, que dirigía la primera dama.
El 21 de abril, Silvia Martorelli de Illia presenció junto a varios funcionarios nacionales el debut del Circo de Moscú en Buenos Aires. El espectáculo se convirtió inmediatamente en uno de los grandes éxitos de la historia del estadio. Durante treinta y tres días, los alrededores del Luna Park se convirtieron en un zoológico, con caballerizas sobre Madero y jaulas sobre Lavalle. En total hicieron sesenta funciones, hasta tres por jornada. Entre las actuaciones de equilibristas, payasos, perros y acróbatas se destacó la de Valentín Filatov, el célebre amaestrador de animales. Tal como señalaba una crónica periodística, sus osos eran capaces de cumplir tareas dignas de "seres racionales", como manejar motos y frenar cada vez que un semáforo se ponía en rojo. También boxeaban, andaban en bicicleta y hasta hacían pasos de baile, aunque no por eso dejaban de ser bestias que pesaban cientos de kilos y llevaban bozales sobre el hocico para evitar mordiscos que podían ser mortales.
Cuatro años más tarde, en la segunda visita del Circo de Moscú, los osos dejarían una anécdota grabada en la memoria del Luna. Fue cuando en medio de una función, uno de los animales encaró hacia el hall de entrada, salió a la calle Bouchard y se dirigió al café que estaba al lado. La escena fue vista por el temible crítico teatral de La Prensa, Jaime Potenze, que hizo gala de su anticomunismo. En su artículo escribió que un oso soviético había querido "elegir la libertad", pero frustraron su intento. "Entre los que lo fueron a buscar estaba Pocho Mazzitelli, el segundo marido de Mercedes Sosa, que terminó medio lastimado", recuerda Nelly Skliar, administradora de ese espectáculo que marcó una época en el estadio, que varias décadas después llegó a ser la programadora del Luna Park.
La Voz en el Luna Park. (...) El tamaño del escenario era poco más grande que un ring, todo lo demás estaba colmado de espectadores. Se vendieron 19.700 entradas en cada show, de las cuales 14.000 eran populares. Nunca antes el Luna Park había recibido tanto público para un concierto. El animador Juan Alberto Mateyko, amigo de Palito, fue el encargado de presentar a Don Costa y su orquesta. "Me siento halagado", dijo. Durante el concierto, Sinatra -acompañado por el pianista Vicent Falcone, el guitarrista Tony Mottola, el bajista Gene Cherico, el percusionista Irv Cottler y el trompetista Charles Turner- deslumbró y se deslumbró. Fumó un cigarrillo, tomó una copa de vino y se permitió varias palabras en castellano. En el ringside estaba buena parte de los famosos que habían asistido a las veladas en el Sheraton. El segundo y último show de Sinatra en el Luna fue transmitido en vivo y en directo por Canal 13.
En la escalerilla del avión privado que lo llevaría desde el aeroparque metropolitano hasta San Pablo, Palito despidió a Sinatra. Su socio, el Gordo Finkel, le había regalado un tren de juguete para que le llevara a su nieto. Y el divo respondió el gesto con un llavero que tenía grabadas las palabras "Amor" y "Paz". Antes de embarcar, Sinatra le advirtió al oído a su amigo, el Rey argentino, que no dudara en llamarlo si necesitaba una garantía en los Estados Unidos. Y hubo tiempo para una nueva y última pregunta de los periodistas:
-¿Qué fue lo que más lo sorprendió de sus presentaciones en la Argentina?
-Quedé sorprendido por las presentaciones que hice en el hotel, pero lo que más me llamó la atención fue el Luna Park, donde sentí que el público me sacudía- se despidió La Voz, que prometía regresar en 1983. Ese fue el último concierto organizado por Chango Producciones. Ramón Palito Ortega tuvo que vender propiedades y salir a tocar por todo el país para pagar las deudas que recién logró cubrir en 1984. Frank Sinatra nunca volvió, ni a la Argentina ni al Luna Park.
La mejor función del Intocable. Tito Lectoure, cada vez más en el centro de los medios y de la escena, acuñaba una definición para defender su deporte de las críticas de los "humanistas", que lo señalaban como una práctica brutal. También le servía para hablar de la hidalguía y de los sacrificios de sus pupilos. "El boxeo es el único deporte que no se juega. Se juega al rugby, al fútbol, al básquet, al tenis. En el boxeo se pelea", solía repetir. Nicolino Locche era la excepción que confirmaba la regla. Al principio, el público del Luna se le resistía. Era demasiado defensivo y nada de la técnica que había cultivado en el club Morocoa de Mendoza parecía seducir la exigencia de los habitués del Luna Park, que habían glorificado la ofensiva casi suicida de Gatica. Con paso chaplinesco y quiebres de cintura, Nicolino moldeó a su público. Y en los combates -que casi siempre agotaban localidades-empezó a haber más y más mujeres, que no querían perderse sus funciones aunque estuvieran embaraza-das. Ernestina había incorporado nuevos espectáculos artísticos más inclusivos, pero fue la técnica del Intocable, que -en palabras de su amigo, el periodista Rodolfo Braceli- parecía un torero sin banderillas, la que logró que el Palacio de los Deportes se llenara de mujeres. El 11 de diciembre de 1971, Nicolino ofreció su mejor espectáculo a su platea más fiel. Un día antes de que se cumplieran tres años de su consagración mundial, desplegó su defensa más brillante ante el colombiano Antonio Cervantes, mejor conocido por su apodo Kid Pambelé.
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