miércoles, 19 de abril de 2017

JUAN CARLOS PALLAROLS



Juan Carlos Pallarols convirtió su casa de San Telmo en un museo. Sin embargo, las piezas de plata, los retratos, los cuadros, no están en exhibición: son parte de lo cotidiano. Hablan de la vida y el trabajo de seis generaciones de orfebres unidas por el hilo invisible del trato con los materiales y la transmisión de un oficio. Cada cosa aquí tiene una historia y al mismo tiempo vive. Y todas alimentan el trabajo de Juan Carlos, que se inició en la tradición familiar a los tres años, gracias a su abuelo catalán.
Ese abuelo, José Pallarols Torrás, tomó a su nieto como su lazarillo después de enviudar, en 1945. Al mismo tiempo, con 65 años, empezó a pasar en limpio los escritos que había acumulado a lo largo de su vida. Juan Carlos lo veía inclinado sobre su escritorio de madera estilo inglés, junto a un globo terráqueo. Así, el Abi llenó más de 400 páginas con letra manuscrita grande y clara. Ese cuaderno de tapas marrones que guarda sus memorias es una de las cosas que Juan Carlos más quiere, en una vida llena de objetos y recuerdos. "El abuelo me regaló sus últimos años -dice-. Y así me regaló la vida y el coraje para vivir."


Lo primero que le enseñó es la paciencia. Un día trajo un manojo de cantos rodados oscuros y, en una olla con agua, los puso al fuego. Antes de retirarse, le dijo al nieto que quería cocinar "esos porotos" y que no debía llamarlo hasta que estuvieran blandos. "Yo sabía que no eran porotos. Pero sabía también que mi abuelo no me haría un chiste de mal gusto. Había algo que aprender: me estaba enseñando a ser paciente, a estar en el tiempo. Hoy nada me apura. Le dedico a cada pieza el trabajo y los días que demande."
Después le enseñó a jugar. En el taller de la calle Boedo, en Lomas de Zamora, le preguntaba en catalán: "¿Qué vas a hacer hoy?". Al nieto le gustaba armar carritos de hojalata y madera. Hacía las ruedas con rodajas de palo de escoba. A los cuatro, puso la tapa de una lata de sardinas marca Nereida sobre lacre y así debutó en el cincelado. A los cinco, guiado por el abuelo, talló el rostro de San Martín sobre una moneda. Pallarols la busca y me la extiende: es el perfil del Libertador, inconfundible. Tiene muchos defectos, replica el orfebre, y trae otra que hizo pocos años después: este es perfecto, el héroe del billete. A los 9, el abuelo lo hizo dar un gran paso. Pero él se enteró después, cuando lo acompañó a la editorial Guadalupe, en la calle Mansilla. Allí descubrió, incrustada en la tapa de uno de los misales en exhibición, una de las flores de bronce que había aprendido a hacer. "A partir de ahí ya me sentí un profesional."


Pallarols toma el cuaderno y me lee una escena del 8 de julio de 1901, cuando el abuelo se declara ante quien será su esposa, Catalina Cuni, en el bar Moritz de Barcelona. Tras proponerle iniciar una relación, según escribió, José le advirtió a la dama: "He de hacerle una observación: yo soy pobre. Mi fortuna son mis cinco dedos de cada mano. Así es que la mujer que se case conmigo tendrá que trabajar como yo. Si hay glorias, las compartiremos. Y si vienen penas, también". ¿La respuesta de Catalina? "Yo también soy pobre. Además, también lo encuentro algo diferente de los demás jóvenes." Décadas más tarde, Pallarols fue al Moritz a tomar una cerveza en honor de sus abuelos. Se trajo la botella, que hoy descansa en una repisa de su comedor.
Aún hoy, cuando lo asaltan dudas, Juan Carlos busca respuestas en las memorias de su abuelo, que llegan hasta 1909, año en que José, Catalina y su hijo de un año (el padre de Juan Carlos) dejan Barcelona y se asientan en Buenos Aires.
"Yo no soy un talento -dice Pallarols-. Soy un chico bien enseñado." En una de las paredes de su taller, bien alto, escribió una frase que preside su trabajo diario: ". y sigo jugando con el Abi".
H. M. G. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.