En estos días en que el cerebro ocupa el centro del escenario, casi ni nos detenemos a pensar en otra de las maravillas de nuestra anatomía: la mano.
Sin este formidable engranaje formado por 27 huesos, unos 32 músculos (7 a 8 de los cuales intervienen en el movimiento de cada dedo, a excepción del pulgar, que necesita 10) y alrededor de 30 articulaciones, nada de lo que hoy vemos a nuestro alrededor hubiera sido posible.
Se supone que cuando los humanos primitivos aprendieron a caminar en posición erecta, la mano, liberada de su papel en la locomoción, fue capaz de desarrollar habilidades insospechadas.
No parece exagerado afirmar que, carentes de esta ingeniosa solución evolutiva, no existiría la civilización. No tendríamos las asombrosas pinturas de Altamira y Lascaux, ni las pirámides egipcias y mesoamericanas, ni las esculturas griegas, ni la Gioconda o el cesto de frutas de Caravaggio, ni los 8000 guerreros y caballos de terracota que protegían al emperador chino Qin Shi Huang. Y es difícil imaginar cómo hubiera sido la supervivencia en la prehistoria, cuando los primitivos humanos vivían de la caza y la recolección, y tenían que hacer fuego raspando dos piedras.
La mano es probablemente el más antiguo símbolo artístico. Aquí, hace más de 7000 años, algunos de los primeros pobladores de lo que hoy es Santa Cruz nos dejaron, como una botella lanzada al mar, el testimonio de bellas pinturas rupestres en las paredes la Cueva de las Manos, hoy considerada patrimonio de la humanidad.
Sugestivamente, sirvió para medir (el palmo) y tuvo significado ritual y medicinal. A los dioses hindúes se los representaba con muchas; en Babilonia y Egipto se le atribuía poder curativo, y se creía poder curar enfermedades apoyándolas sobre el enfermo. Aún hoy, alzamos la mano abierta en señal de paz, despedida o agradecimiento.
Mucho antes de Lombroso, que creía que el delito era resultado de tendencias innatas observables en ciertos rasgos de la fisonomía (como la forma de la mandíbula, orejas o el cráneo), se difundió la quiromancia, que giraba sobre el estudio de las líneas de la mano.
En el siglo XV, Johannes Hartlieb compiló varios datos sobre lo que suponía que era la conexión entre la mano y el cerebro en el Libro de la mano (escrito alrededor de 1448) y en el siglo XVIII, el francés Casimir Stanislas D'Arpentigny (1791-1866) publicó un trabajo titulado La ciencia de la mano (sorprendentemente, ¡todavía se consigue una reproducción histórica en Amazon!), en el que postulaba la conexión íntima entre la forma de la mano y la psicología de una persona. Para el quiromántico, el dedo meñique indicaba el camino de la vida; el anular, el del arte; el dedo medio, el de la precaución; el índice era el símbolo de la destreza; el pulgar, el de la lógica, la volición y la obstinación.
Es curioso que este mecanismo prodigioso se forma muy temprano en la gestación de un bebe: alrededor de la quinta semana ya están presentes los cinco dedos, y a las ocho semanas y media, ya es casi una réplica en miniatura de la de un adulto. Hay quienes dicen que ninguna otra parte del cuerpo iguala la relación íntima que existe entre la mano y el cerebro, y neurólogos que estudiaron cómo su uso configura el lenguaje y la cultura humanos.
Pero además de su utilidad práctica, gracias a que contiene algunas de las zonas con más cantidad de terminaciones nerviosas por milímetro, nos permite tocar, sentir, transmitir calidez y franquear las fronteras de nuestra individualidad. Si el beso expresa un incendio pasional, la mano acaricia, reconforta, alivia el dolor, tranquiliza y permite "tomar contacto".
Entrelazamos nuestras manos con las de nuestros hijos, con amigos, con enamorados. Y, al final de la vida, tal vez sea ése el único gesto que puede darnos valor para enfrentar la incógnita infinita que nos aguarda.
N. B.
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