jueves, 11 de mayo de 2017

HEBRAICA NO SE VENDE

UN LUGAR MARAVILLOSO DONDE LAS FUTURAS MAESTRAS DEL NORMAL 7 HACÍAMOS LAS CLASES DE GIMNASIA Y TOMÁBAMOS ESAS RICAS MERIENDAS

Yo era otro antes de conocerla. Fue amor a primera vista. Tendría unos diecinueve años. No era un amor exclusivo: ella despertaba en muchos otros parecidas fantasías, y se entregaba a ellos del mismo modo en que lo hacía conmigo. No fui más el mismo después del primer encuentro.
Se llamaba Hebraica.

A esa sala de cine llegué una tarde de 1978, sin saber que gracias a la magia del cine, un hechizo que hasta entonces desconocía, mi vida iba a cambiar para siempre. Dicen que si pasa a otras manos el edificio será demolido, de manera que esta memoria personal acaso sirva como un exorcismo o como un rezo. Ojalá no se la lleve el polvo de la desmemoria.
En ese edificio fui feliz muchas tardes y noches de mi primera juventud, aunque curiosamente (¿curiosamente?) fui feliz siendo otro. Ahora que pasaron casi cuarenta años, puedo comprender sin apesadumbrarme que nada había mejor para escapar de los interrogantes y las angustias de ese tiempo turbulento que ingresar en la penumbra de una sala de cine y dejarse llevar por el encantamiento de las imágenes, de modo que en lo que apenas demora un pestañeo ya era uno de los marineros que se sublevan contra los oficiales zaristas del acorazado Potemkin en el puerto de Odesa o el profesor Gustav von Aschenbach, el compositor que se interroga sobre los ideales de la belleza mientras admira la ambigua hermosura del joven Tadzio en las playas del Lido de Venecia. He vivido muchas vidas, con esa intensidad afiebrada con que se vive en medio de las brumas del sueño, y todas ellas se las debo a la imaginación sin límites de esos ilusionistas que hicieron del cine mi refugio.
Hebraica era una cita obligada para quienes amábamos el cine o empezábamos a dejarnos seducir por sus encantamientos. Constituíamos una gran familia de desconocidos, unidos por esa otra gran familia que formaban los directores cuyas obras admirábamos: Bergman y Fellini, Alain Resnais y René Clair, Eisenstein y Pudovkin, Tarkowski y Kurosawa, Buñuel y Antonioni. Cada película era un ventanal que se abría a un mundo hasta entonces ignorado. A veces ese mundo estaba representado en hechos históricos en los que se enfrentaban grandes movimientos colectivos; otras veces se trataba de dramas íntimos que alumbraban la oscura caverna de las pasiones humanas; de pronto nos reíamos a carcajadas con el humorismo inocente de los primeros comediantes o con la imaginación delirante de los surrealistas.
Apenas nos sentábamos en la butaca, nos disponíamos a leer el programa de mano, que traía una ficha técnica completa y fragmentos de reseñas (cuánto lamento no haberlos coleccionado) que contribuían con nuestra formación del mismo modo en que lo hacían los libros de André Bazin, Christian Metz o Béla Balázs.
Movido por la curiosidad y tocado por la fortuna, aunque sin haber tenido ninguna educación cinematográfica temprana, asistí en ese templo a la exhibición de muchos films que entonces me resultaron por momentos incomprensibles. Recuerdo como si fuera hoy el asombro que me invadió cuando vi por primera vez Hace un año en Marienbad, ese estudio de la memoria que filmó Alain Resnais sobre La invención de Morel, la novela de Bioy Casares. Muchos de aquellos films exigían un esfuerzo para el que no estaba preparado, pero había algo en esa dificultad que me proporcionaba placer. Sentía que ese misterio incomprendido era quizá tan importante como lo que conseguía discernir. Quizá sea ésa la hermosura de los enigmas: en el fondo, siempre nos enamora lo secreto, aquello que aún no nos ha sido develado.
En ese tiempo de pasiones intensas, el cine era además un territorio que encendía el deseo y el enamoramiento, de tal manera que en la penumbra de la sala era posible soñar con tener en brazos a actrices bellísimas que nos encandilaban desde la pantalla y cuyo vívido recuerdo podía perdurar hasta la madrugada. Mis preferidas eran las que Ingmar Bergman elegía para sus hondas meditaciones sobre la condición humana; aun en medio de esos densos interrogantes existenciales, me las arreglaba para sentir que el mundo desaparecía cuando los labios de Harriet Andersson o Ingrid Thulin se posaban sobre los míos. Es que el cine es sueño, y en el sueño suceden, claro, las mejores fantasías.
V. H. G.

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