miércoles, 6 de septiembre de 2017
DE "EL EQUILIBRISTA" DE FEDERICO ANDAHAZI
Quiero compartir con vos un fragmento de “El equilibrista”, mi último libro, sobre la amistad.
Recuerdo a mi abuelo sentado en su sillón de lectura mirando en silencio su biblioteca vacía, semejante a los restos óseos de un animal entrañable que lo había acompañado toda la vida. Desde aquel triste 24 de marzo de 1976, cuando mi abuelo se vio obligado a quemar sus libros, decidió exiliarse en un mundo hecho de recuerdos y silencio a esperar la muerte.
Tengo todavía la memoria sensitiva de sus manos sarmentosas y sus brazos flacos cuando me alzaba y, mientras canturreaba un tango, me hacía girar abrazado contra su pecho lleno de huesos. Mis padres se habían separado cuando yo tenía unos pocos meses. Me crió mi madre, Juana, una mujer bella de ojos color turquesa y voz dulce. Mi madre me enseñó a amar a los libros antes de que yo aprendiera a leer. La recuerdo leyéndome sentada al borde de mi cama, mientras luchaba contra el sueño después de haber trabajado ocho horas tecleando una máquina de escribir en una oficina oscura en el Banco Industrial. Quería estirar lo máximo posible el breve tiempo que teníamos para estar juntos desde que ella llegaba del trabajo hasta la hora de dormir.
Mi madre era empleada bancaria porque no llegó a ser psicóloga. Había empezado la carrera con un promedio de 9, pero no pudo terminarla porque, sola como estaba para criarme, tuvo que dedicarse a trabajar. Jamás me hizo sentir remordimiento. Pero yo nunca lo pude evitar. Crecí sin conocer a mi padre. Era para mí un enigma.
Después de la desaparición de la biblioteca de mi abuelo nada volvió a ser igual. Una tarde me senté junto a él en el sillón para acompañarlo sin interrumpir su silencio. Me pasó una mano sobre el hombro mientras me hacía una caricia apenas perceptible en el brazo. Y así nos quedamos, el viejo y el niño, mirando la biblioteca sin hablar.
En los estantes inferiores habían quedado unos pocos fascículos, libros de arte y algunos volúmenes de poesía.
De pronto, ante ese vacío inconmensurable, se hizo visible un libro raquítico de lomo rojo. Fue el primer libro que me atreví a tocar después de aquel apocalipsis literario. Mi abuelo, al ver la escena, se levantó del sillón y se fue del living como si así me dijera: «los dejo solos».
Tomé el libro y me encontré con el nombre de un autor al que no conocía, pero cuyo apellido me era, literalmente, familiar. Era un pequeño volumen de poesía, cuyo autor era un tal Béla Andahazi-Kasnya. En la solapa había una foto en blanco y negro, muy difusa, en la que podía ver la frente alta y una expresión muy semejante a la mía. A partir de entonces, el enigma que me acompañó desde siempre tuvo una cara. Pero seguía siendo un misterio en el que no me atrevía a indagar. Pasaron muchos años. La adolescencia me llevó a transitar las librerías de la avenida Corrientes, los cines, los teatros y los cafés en los que se reunían los artistas sin obra.
Una noche, durante una de esas caminatas, descubrí un hombre parado en la esquina de Corrientes y Montevideo, en la puerta del Bar La Paz. Tenía una barba blanca y larga y sostenía una pipa entre los labios. No podría afirmar que se parecía al hombre de la foto en la solapa del libro. Habían pasado muchos años. Sin embargo, como si un elemento ancestral de la especie hablara a través de la sangre, supe que era él. Me detuve, tragué saliva, me planté frente a él y le pregunté:
—Perdón, ¿usted es Béla?
—Sí —me contestó con naturalidad.
—Mucho gusto…, soy Federico —le dije mientras le extendía la mano.
El hombre me miró por encima del marco de los anteojos y sin perder la calma, me preguntó: ¿Qué Federico?
Es muy difícil explicar quién es uno. Y mucho más, cuando quien está delante es el responsable, por no decir el culpable, de que uno sea uno.
—Su hijo …—le dije sin atreverme a tutearlo.
Entonces me dejó con la mano en el aire y me estrechó en un abrazo apretado. Sentí un sollozo ahogado. Me separó para examinarme de arriba abajo como si estuviera frente a un recién nacido. Y en algún sentido, así era.
Se enjugó los ojos, se llevó la mano al bolsillo interior del saco, extrajo una tarjeta y me la dio: Béla Andahazi-Kasnya, psicólogo.
—Te espero el lunes a las ocho de la noche en mi consultorio —me dijo. Luego se despidió rápidamente, entró en el bar y me dejó más solo que nunca. Fue el comienzo de una relación que, aún hoy, después de la muerte de mi padre, me cuesta definir. Nunca le pude decir papá. Ese hombre extraño, perdido en el mundo, extranjero en todas partes, no ha sido el mejor padre. Pero tal vez haya sido mi mejor amigo. Feliz día, querido amigo.
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