No no sabía que muchos años después, cuando mi padre no estuviese más conmigo, iba a llorar esa ausencia cada vez que mi equipo de fútbol saliese a la cancha. Los hechos sucedieron mucho antes de la madrugada en que, después de retirar la urna con las cenizas de mi padre del crematorio, junto con mi hermana las esparcimos sigilosamente -de madrugada, el dolor latiéndonos en el pecho y los ojos secos de llanto, amparados en la bruma del invierno que envolvía las calles vacías- en un cantero del bulevard que conduce al estadio. Yo no sabía todavía que cada vez que pasase junto a ese santuario secreto iba a extender la mano, rozar las hojas del arbusto que disimulaba sus restos y murmurar unas palabras sueltas ("te extraño, te quiero") como una manera de conversar con él, de hacerle saber todo lo que lo había amado sin atreverme a decírselo, o mucho peor que eso, sin saberlo todavía.
Yo no sabía que el fútbol iba a volver a conmoverme. Tenía 15 años, y con la furia de la adolescencia no le perdoné a mi padre que su vida fuera el fútbol y poco más que eso (tal vez, el tango), pero sobre todo no le perdoné que entre esas poquísimas cosas a las que prestaba atención no estaba yo. En esos días de rebeldías un poco ciegas, y sin embargo tan necesarias, decidí que odiar el fútbol era un modo de odiar a mi padre, quizá un modo de matarlo, de librarme de él una vez y para siempre.
Vista a la distancia, la escena es insignificante, apenas poco más que un arrebato adolescente. Sin embargo, como sucede tantas veces sin que lo notemos, dejó en mí una herida que comenzó a sanar recién muchos años después. Aquella tarde busqué los ejemplares de la revista deportiva El Gráfico que guardaba celosamente en una suerte de desván de la casa familiar.
Cada una de esas piezas consagraba su portada a un triunfo de River y en algún caso tenía un fuerte valor sentimental, porque era el testimonio de una victoria que había visto en el estadio junto a mi padre, cuando todavía íbamos juntos, siempre mucho antes del comienzo del partido, al mediodía, con una precaución que estaba destinada a alejarnos de cualquier disturbio y sobre todo a tranquilizar a mi abuela, que se esmeraba en prepararnos unos sandwiches que comeríamos bajo un sol abrasador y nos despedía con la señal de la cruz, Dios los acompañe. Me llevó una tarde entera romper esos ejemplares que hoy naturalmente añoro. Una vez que terminé de deshacerme de ellos, lloré de rabia, pero también de alivio.
Esa fue la primera vez que murió mi padre.
Algunos años después leí en LA NACION una vieja columna de Olímpico, el seudónimo con que firmaba sus textos Alberto Laya, uno de mis maestros en el oficio, y pese a que el retrato era algo impiadoso me llenó de una rara emoción entrever en el personaje de esa historia a mi padre.
El protagonista era un hombre de vida gris que se obstinaba con el fútbol. Tan solo levantarse, las mañanas de domingo leía en la sección deportiva del diario los detalles del partido que su equipo iba a jugar ese día y al que iba a asistir con religiosidad.
Durante el almuerzo, cuando faltaban unas pocas horas para el encuentro, escuchaba en la radio los detalles de último momento, ansioso por conocer la alineación de su equipo y otros detalles que parecían calmar su ansia enfermiza aunque al mismo tiempo la atizaban. Apenas terminada la comida familiar, iba a la cancha con la radio portátil pegada al oído, y así seguía durante el partido porque le gustaba escuchar el relato radiofónico, a veces teñido de un aliento épico que en el césped desmentían los hechos, mientras seguía el juego desde la tribuna. Dos o tres horas más tarde, triunfante o fatalmente derrotado (la amargura de la caída podía perseguirlo durante la semana que comenzaba), emprendía el regreso a casa atendiendo los comentarios posteriores y, si tenía suerte, durante el viaje en tren leía en el diario vespertino las primeras reseñas, siempre escritas a las apuradas.
Recordé ese episodio esta semana cuando vi unos fragmentos de El fútbol o yo, la comedia dirigida por Marcos Carnevale que se estrena en estos días.
Recordé ese episodio esta semana cuando vi unos fragmentos de El fútbol o yo, la comedia dirigida por Marcos Carnevale que se estrena en estos días.
Y mientras escribo esta memoria me digo que hace mucho tiempo que no voy al estadio, y me siento de pronto un poco vacío, lejos de ese sentimiento que tantas veces me ha conmovido hasta las lágrimas cuando el equipo pisa el césped y ruge la multitud. Sí: uno de estos días tengo que ir a ver a mi padre. Tengo que volver a verlo, y decirle que lo quiero tanto todavía.
V. H. G.
V. H. G.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.