sábado, 24 de septiembre de 2022

EDITORIAL




Peligro, grieta en las autopistas
La Argentina arrió la bandera del respeto por la palabra empeñada, propia de estadistas, e izó la bandera de la viveza criolla, atajo perverso del populismo
En sus viajes entre San Martín y la Universidad de Belgrano, el joven Sergio Massa pudo observar la construcción de las autopistas de acceso a la ciudad de Buenos Aires, con sus carriles, puentes y forestaciones. Años después, cuando se radicó en Tigre, advirtió que el crecimiento de nuevos barrios en las zonas norte, oeste y sudoeste se debió a esas vías rápidas. Nordelta y otras urbanizaciones, orgullo de su partido, fueron posibles por esas obras monumentales. Ahora es testigo silencioso de cómo su socia Cristina Kirchner pretende anular las concesiones a costa de dañar (una vez más) la credibilidad que el tigrense pretende reconstituir con viajes, reuniones y discursos.
Durante el gobierno de Carlos Menem se privatizaron las telecomunicaciones, la energía eléctrica, el gas natural, el agua corriente, los puertos, aeropuertos, rutas y autopistas, entre otros. Sobre la base de seguridad jurídica y marcos regulatorios serios, un fuerte ingreso de capitales permitió modernizar las vigas maestras de la producción nacional.
El Acceso Norte, el Acceso Oeste y el Acceso Riccheri (EzeizaCañuelas) fueron licitados en 1993 como concesiones de obra pública, a través de un llamado internacional. Domingo Cavallo convenció al presidente Menem de utilizar esa forma legal, donde toda la inversión es privada, en lugar de hacer las autopistas con fondos públicos. Vialidad Nacional diseñó los proyectos, contratos y marcos regulatorios para que los oferentes compitieran sobre la base de la menor tarifa de peaje. No otorgó avales financieros, ni garantizó flujos mínimos de tráfico. Como el Estado no hizo desembolsos, no hubo oportunidad de sobreprecios para la corrupción, como en Santa Cruz.
A pesar de dos hiperinflaciones, las licitaciones fueron exitosas y las concesiones se adjudicaron a Autopistas del Sol SA, Grupo Concesionario del Oeste SA (GCO) y Autopistas Ezeiza Cañuelas SA por 20 años. La primera, formada por Dragados y Construcciones (española), Impregilo (italiana) y Sideco Argentina (grupo Macri) con un tercio cada uno; la segunda, formada por Benito Roggio (argentina), GMD (mexicana) y CBPO Engenharía (brasileña), y la tercera, de Obrascon Huarte (española). En 2000, hubo cambios de accionistas y Autopistas del Sol y GCO ahora están controladas por Acesa, del grupo Abertis de España, cotizando en bolsa el 30% de su capital. La Autopista Ezeiza-Cañuelas está en manos del Estado.
De ese modo, se construyeron las autopistas que son parte del paisaje habitual de porteños y bonaerenses, con ramales a Tigre, Pilar, Escobar, Ezeiza, Cañuelas, y también la avenida General Paz, con su intercambiador en el Acceso Oeste, el primero del país con cuatro niveles. Las tres empresas invirtieron más de 1200 millones de dólares en obras y comenzaron a operar con una tarifa de un peso (equivalente a un dólar) de aquel entonces. Tres veces más que Chevron en Vaca Muerta y sin los mismos privilegios (2013).
Pero esa estructura, prevista para un país serio, se desmoronó el 23 de diciembre de 2001, cuando Adolfo Rodriguez Saá anunció el “default” de la deuda externa y fue aplaudido de pie por la Asamblea Legislativa. Luego, Eduardo Duhalde abandonó la convertibilidad y dispuso la pesificación asimétrica, sin ninguna preocupación por el impacto posterior de ese quiebre histórico y nefasto, cuyas consecuencias se siguen pagando.
Con esos actos, la Argentina arrió la bandera del respeto por la palabra empeñada, propia de estadistas, e izó la enseña de la viveza criolla, atajo perverso del populismo cortoplacista. Bienvenido el consumo subsidiado, el déficit fiscal y la inflación. Adiós a la estabilidad, al peso fuerte y a la inversión. Adiós a las generaciones futuras, bienvenidas las marchas de hoy, sin mañana.
La viveza destrozó la reputación de la nación. El aplaudido default implicó apropiarse de ahorros ajenos, un “pelito pa’ la vieja”, pícaro y de patas cortas. La ruptura de contratos significó adueñarse de inversiones privadas en gas, electricidad y aguas, burlándose de quienes creyeron en el país. La pesificación de los peajes fue una estatización de facto de obras realizadas, dejando a los operadores sin recuperar sus inversiones. En el caso de Ausol, no llegó a amortizar 540 millones de dólares y, en el de GCO, 272 millones de dólares.
Con la misma picardía se expropiaron YPF y los fondos de las AFJP; se impusieron retenciones al campo, se controlan precios, se aplica un cepo cambiario, se prohíben exportaciones, se aumentan impuestos y se succionan los depósitos bancarios con letras para ocultar la inflación.
En 2006, Néstor Kirchner aceptó adecuar los contratos de las autopistas a pesos constantes, reconociendo las inversiones hechas y previendo una revisión integral que no tuvo lugar. En 2018, durante el macrismo, se realizó la renegociación pendiente. Abertis desistió de sus demandas en el Ciadi y las concesiones originales se extendieron hasta 2030. Se mantuvo la pesificación con una fórmula de ajuste con rentabilidad menor a la del contrato original.
Visto en perspectiva, la Argentina tiene una red de accesos a la Capital Federal que no podría jamás hacer ahora. Mientras el Presidente anuncia obras inexistentes, la brecha cambiaria frena las inversiones y la inseguridad jurídica las espanta. Y el gobernador Axel Kicillof, incapaz de lograr obras a riesgo privado por 1200 millones de dólares, se ufana de no mirar el retorno de las que inaugura con fondos públicos, equivalentes al valor de un hotel en El Calafate.
Ante una inflación galopante, en lugar de mejorar el poder adquisitivo del dinero, se intenta controlar los precios de alimentos y de los servicios públicos, incluyendo los peajes, para acomodarlos a los bolsillos cada vez más vacíos de todos y todas. En camino al 100% de inflación anual y con el 50% de pobreza, el esquema se dirige al modelo cubano, donde todo está estatizado, todo es gratis y nada funciona. Las autopistas parecen herencia de un pasado de gloria, como los edificios del Correo Central, el Congreso Nacional o el Palacio de las Aguas Corrientes. Postales de La Habana en Buenos Aires.
La semana pasada, Alberto Fernández ordenó interponer una demanda para declarar nulos los decretos de Mauricio Macri que ratificaron los acuerdos celebrados por su gobierno con Autopistas del Sol y el GCO, por considerarlos lesivos a los intereses del país y de los usuarios. Esta insólita reacción, con letra del Presidente, pluma de Carlos Zannini e inspiración de la vicepresidenta, amplía la grieta, mientras ella es juzgada por corrupción en obras viales.
Abertis es la principal empresa de infraestructuras de España y una de las mayores de Europa, cuyos dueños son la constructora ACS y la italiana Atlantia, del grupo Benetton. En cuanto a Impregilo, que era del grupo Fiat, pertenece a Salini Impregilo, la mayor empresa de ingeniería y construcción de Italia. Ambas cotizan en bolsa y realizan obras en todo el mundo, incluyendo represas, líneas eléctricas, puertos, puentes, subterráneos, aeropuertos, hospitales y obras ferroviarias, además de autopistas.
Esas empresas podrán reclamar el incumplimiento en tribunales del exterior y probarán, sin dificultad alguna, que obtuvieron sus concesiones de buena fe, en licitaciones públicas. Y que, luego, el gobierno argentino, invocando una emergencia autoprovocada, en lugar de disculparse, pretende birlarles sus inversiones como parte de una guerra política de la que son ajenas.
Sin reservas y sin crédito, sin moneda y sin inversión, lo último que necesita Sergio Massa es que sus interlocutores en Nueva York y Houston se enteren de cómo trata el gobierno argentino a quienes otro peronista, tan seductor como él, convenció para que radicasen sus capitales en nuestro querido país.
Mientras se anuncian obras inexistentes, la brecha cambiaria frena las inversiones y la inseguridad jurídica las espanta
El Gobierno nos lleva al modelo cubano, donde todo es gratis y nada funciona

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