Es necesario volver a poner en circulación la energía de las clases medias
Si se pudo abordar la gesta de la Argentina moderna a fines del siglo XIX y principios del XX, vale la pena intentarlo nuevamente; hay que hilvanar el sueño interrumpido
Marcelo Gioffré
Llaman “Estado presente” a la escuela de los paros interminables y las tomas cool, a los partidos de fútbol atravesados por incidentes y muertos
Afines del siglo XIX se construyó la Argentina moderna: la educación pública sarmientina; toda la codificación que otorgaba seguridad jurídica; una tradición identitaria con los libros de Mitre; los caminos, los puertos y los ferrocarriles que unían el país y permitían exportar; la integración del territorio con Roca; la inmigración que dotaba de mano de obra al país; los grandes edificios públicos y una burocracia profesionalizada que modelaba el funcionamiento del Estado. Fue el necesario cimiento para que en las primeras décadas del siglo XX nacieran las clases medias y floreciera una espectacular movilidad social ascendente: en una generación se pasaba del conventillo a la clásica casa con dos patios. Eso dio lugar a fabulosas utopías culturales. La revista Sur, donde escribían los grandes intelectuales del mundo, era esperada con ansiedad en toda Latinoamérica. La Argentina fue refugio de grandes exiliados durante la Guerra Civil Española. De Victoria Ocampo a Jorge Luis Borges, nuestro país se convirtió en un faro indispensable para el mundo libre. No por nada hace cien años la Argentina tenía un PBI equivalente al 50% del de toda Sudamérica y en 1964, cuando fue el golpe militar de Castello Branco, teníamos una economía más importante que la brasileña.
No es que no hubiera problemas, máxime después de la crisis mundial de 1929 y la ruptura institucional de 1930. Dan cuenta de esas tensiones sociales las obras sobre arpillera que Antonio Berni pintó en 1934 y 1935. Desocupación, Manifestación y Chacareros funcionan como una denuncia; sin embargo, basta ver cómo están vestidos los desocupados, manifestantes y chacareros, con buenos zapatos, abrigados con ropa adecuada y hasta con sombrero y saco, para advertir que aun los que estaban peor no estaban tan mal. Es un mito populista que aquel crecimiento fue sobre la miseria de las clases trabajadoras. Una forma de ver el advenimiento del peronismo es como una respuesta a esas tensiones sociales, pero fue una réplica fallida porque eligió las soluciones equivocadas. La política de sustitución de importaciones y el fomento de una industria poco competitiva impidieron al país producir lo que Estados Unidos había logrado con el triunfo del norte sobre el sur en la guerra civil.
La tentación de datar el comienzo de la debacle en 1943 plantea, como señala el historiador Luis Alberto Romero, el inconveniente de que los flecos tóxicos de la irresponsabilidad peronista se manifestaron bastante tiempo después y el imaginario colectivo guarda la memoria mitológica de una época todavía feliz. Fue recién en los años 60 y 70 cuando el derrumbe se tornó visible. Si bien las capas medias aún estaban vivas, como lo muestra Mafalda, hija de un oficinista y un ama de casa con vivienda y auto propios, que iba a una buena escuela pública y tenía sus vacaciones anuales en la costa, en un registro menos optimista, por la misma época, apareció el “Juanito Laguna” de Berni, un típico producto de la migración interna, mal entrazado y rodeado de desechos industriales, que insinuaba ya el comienzo de la decadencia.
Contrastado con aquellos personajes de las pinturas de los años 30 del propio Berni la disonancia es muy evidente. En sentido análogo, dos sketches del programa cómico La tuerca, Victoriano Barragán funcionario y Joe Rígoli con su eterno trámite del arbolito, revelan los primeros síntomas de fenómenos que explotarían y cambiarían de escala en las décadas siguientes: la corrupción y la burocracia extenuante de un plantel público dramáticamente ineficaz.
Ahí está la raíz del problema: el discurso esperanzador de 1983 interpelaba a una clase media que había sido descalcificada, le hablaba a una platea fantasmagórica. La nueva democracia creía contar con un equipamiento que había sido desmantelado. Con la democracia se votaba, sí, pero no se comía, ni se educaba ni se curaba, sencillamente porque no había una infraestructura proporcional a semejante desafío. Todo se agravó como fruto de esa desinteligencia. Gradualmente el Estado había devenido poroso, incorporando agentes que no necesitaba, y disoluto, mero teatro de una pugna entre corporaciones que pujaban por los negocios que los gobiernos repartían a cambio de suculentas tajadas. De modo tal que empresario exitoso no era ya el que tenía las mejores ideas y arriesgaba capital, sino el que tenía relaciones aceitadas con el ministro de turno.
El kirchnerismo llevó esa deriva a un límite extravagante. Le llaman “Estado presente” a repartir prebendas y pedir sobornos, tal como se vio en los cuadernos de Centeno y como denunció el propio Alberto Fernández, sin siquiera provocar estrépito, en el Coloquio de IDEA. De Lázaro Báez a la compra de vacunas o el manejo de los medios afines no hay lugar donde no afloren pústulas. Éxtasis. Les llaman “Estado presente” a la escuela de los paros interminables y las tomas cool, a los partidos de fútbol atravesados por incidentes y muertos, a la apropiación del espacio público por la delincuencia, a la disgregación territorial en el sur, en Rosario y en el conurbano, a un narcotráfico prohijado por funcionarios y jueces, a un país que pasó de mandar emisarios a Europa para seducir inmigrantes al éxodo en masa de nuestra juventud. Lo que el kirchnerismo llama “Estado presente” es la maquinaria paraestatal de las gigantescas organizaciones sociales que, bajo el pretexto analgésico de contener estallidos, cartelizó a los desocupados y organizó un nuevo negocio de dimensiones homéricas.
El Estado que terminó de moldear el kirchnerismo no provee ni educación ni salud ni seguridad, dejando desprotegidos a los más vulnerables, mientras nos anuncian, con su característica arrogancia, que en un país de 45 millones de personas, con falta de oferta laboral, el Estado debe suplir esa carencia, para lo cual lo llenan de “ñoquis”, como si no advirtieran que la ausencia de empleo privado genuino es la consecuencia de la hipertrofia del artefacto público en los últimos 70 años, de los cuales en 24 hubo recesión, ominoso récord solo superado en el mundo por dos países: Libia e Irak. ¿No se dan cuenta de que el aumento de impuestos, la inflación y el endeudamiento son hijos de ese desborde y, a la vez, causas cruciales de que las inversiones se replieguen? Pretenden conjurar el mal con dosis mayores de la medicina que trajo la enfermedad. Lo amargo por dulce.
El modelo de la “comunidad organizada”, esa fantasía de compartimentar la sociedad en corporaciones estandarizadas, que nada fluya y todo pueda ser manipulado desde un tablero donde un poderoso titiritero ágrafo arbitra oprimiendo botones, se fue convirtiendo en este vértigo de mafias inmanejables. Cuando se junta la crueldad con el sentimiento de estar cumpliendo un deber nace un monstruo perfecto.
Hay que hilvanar el sueño interrumpido, aquella Argentina de las poderosas clases medias, hijas de la inmigración y de un Estado muscularizado, con este presente anémico. Pero ¿cómo recuperar el espíritu emprendedor con este empresariado de invernadero? ¿Cómo dotar a las escuelas y universidades de docentes capaces de producir esta nueva hazaña? ¿Cómo transportar mercaderías por rutas destrozadas y sin trenes de carga? ¿Cómo lidiar con un Estado trágicamente bulímico? Si se pudo abordar la gesta a fines del siglo XIX y principios del XX, vale la pena volver a intentarlo. Cualquier modista sabe que es más difícil remodelar un vestido usado que hacer uno de cero, pero ese es nuestro destino y nuestro desafío. Es necesario poner otra vez en circulación la energía de las clases medias; el resto vendrá por añadidura
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