El destino fallido de Tosca en la granja peronista
Sobrantes del peronismo podrán dar algún voto a cambio de cargos o de una rebaja impositiva para una provincia que gobiernen pero, por su organización corporativa, serán reacios a apoyar modificaciones profundas
Marcelo Gioffré
Por el tema que aborda, el abuso de poder, resulta muy oportuna la puesta en escena en el Teatro Colón, con grandes cantantes, de la ópera Tosca. La trama comienza cuando un preso político, Cesare Angelotti, se escapa y, con la complicidad de su hermana, llega a una iglesia donde están el pintor Mario Cavaradossi y su novia, la cantante Floria Tosca. Como el temible barón Scarpia detecta al prófugo, el pintor lo extirpa de allí y se lo lleva a su villa, donde lo esconde en una trampa secreta. La policía descubre en la iglesia, cerca de donde trabajaba el pintor, un abanico que olvidó la hermana de Angelotti y se lo muestra a Tosca, dándole a entender que ese objeto prueba que su novio la engaña. Tosca corre hacia la villa para pedir explicaciones a su novio y Scarpia la hace seguir, seguro de que donde estuviera Cavaradossi también estaría el prófugo.
En la villa no logran encontrar a Angelotti pero sí al pintor Cavaradossi, a quien arrestan sin ninguna prueba en su contra. Lo llevan ante Scarpia. Interrogado, no se rebaja a decir el lugar donde está escondido el perseguido político. Entonces comienzan a interrogar a Tosca mientras llevan a Cavaradossi a una sala de tortura contigua. Tosca al principio se resiste a contar lo que sabe, pero luego no soporta que torturen a su amado y confiesa el escondite de Angelotti. Scarpia manda a buscarlo, pero, cuando es sorprendido, se suicida para no ser capturado.
Scarpia le dice al pintor que su novia finalmente habló y que será condenado a muerte por encubridor, y luego le ofrece a la bella Tosca un convenio: si se entrega a él indultará al novio. Tosca acepta y le hace firmar un salvoconducto. Scarpia ordena ejecutar al pintor, pero pacta con Tosca que será una mera teatralización. Ella lo abraza y en esa maniobra, con un cuchillo que tenía en la entretela de sus ropas, lo mata. Luego, corre a ver la ejecución imaginaria de su amado.
Tosca alcanza a comunicarle a Cavaradossi que la ejecución será con balas de fogueo y que después de los disparos debe simular que está muerto. Abren fuego. Cavaradossi queda inmóvil. Tosca se acerca, ve la sangre. Advierte que está muerto. Scarpia la había traicionado póstumamente: el fusilamiento había sido real.
En esa escena en la cual Tosca hace un acuerdo con Scarpia se cifra gran parte del dilema actual de la oposición argentina. El gradualismo de Macri medía su debilidad. Porque era minoría en el Congreso y porque la sociedad no estaba culturalmente preparada para grandes reformas, su gobierno avanzaba sobre terreno minado. Por eso hoy algunos postulan la necesidad de acordar con rebabas del peronismo. El discurso que sugiere anudar un formidable partnership político que involucre al menos el 70% del país se inscribe en ese registro.
El primero que creyó ver en esa cabriola la salvación del país fue Arturo Frondizi, un radical que pactó con Perón para llegar al poder. La historieta El Eternauta, que Héctor Germán Oesterheld –por entonces un fervoroso frondizista– escribió en 1957, resume mitopopéyicamente ese proyecto: cuatro personajes de clase media, los que habitualmente adhieren al radicalismo, ante la nevada mortal estaban encerrados en una casa de Vicente López, impotentes, pero deciden salir a luchar cuando se juntan con un soldado (el cabo Amaya) y dos obreros (Franco y Sosa), apellidos y profesiones típicos de la esfera peronista. Esa transversalidad no fue útil para gobernar: no bien surgieron problemas económicos y cimbronazos militares, el pacto se desmoronó.
Acosado por los paros que le asestaba Saúl Ubaldini desde la CGT, en marzo de 1987 Raúl Alfonsín decidió que el cargo de ministro de Trabajo debía recaer en un peronista. Trabajosamente Enrique Nosiglia tejió el plan con sindicalistas amigos. Se lo ofreció primero al secretario general del Smata, José Rodríguez, que no aceptó, y luego a Carlos Alderete, un peronista ortodoxo vinculado a la Iglesia y secretario del Sindicato de Luz y Fuerza. Durante los seis meses que duró en el cargo tuvo el privilegio de no sufrir ningún paro general por parte de la CGT, pero en septiembre de ese año, antes de las cruciales elecciones, Alderete declaró que el Ministerio de Economía, encabezado por Juan Sourrouille, era el enemigo estructural del plan político. Fin del sueño de la cohabitación entre radicales y peronistas.
Fernando de la Rúa, cuya coalición tenía la “pata peronista” con Carlos “Chacho” Álvarez, sufrió en carne propia las consecuencias del acuerdismo. En el peor momento, Álvarez renunció con un portazo desde el bar Varela Varelita y firmó la partida de defunción anticipada de ese gobierno.
Tosca pactó con Scarpia y el horizonte de posibilidades era necesariamente perturbador. Con el Mal con mayúsculas, con el autoritarismo, con el modelo corporativo, no se negocia. La desilusión de Mauricio Macri con Sergio Massa se estiliza en este mismo cartabón: lo invitó a ir al Foro de Davos, lo llevó en su comitiva, le otorgó un papel importante, pero ante el primer tropiezo Massa le dio la espalda. De ahí el famoso mote de “Ventajita” que le infligió.
Esto no quiere decir que no sea interesante incorporar individualmente políticos peronistas que hayan hecho una profunda conversión, como es el caso de Miguel Ángel Pichetto. Pero la idea de un ensamble con un gran sector del peronismo es poco nutritiva y hasta contraproducente. ¿No fue todo el Senado, incluidas las provincias con gobernadores presuntamente racionales, el que acaba de prohijar la trampa de Cristina Kirchner para alzarse con un miembro más en el Consejo de la Magistratura? ¿No fue el senador Adolfo Rodríguez Saá uno de los cruzados que atacaron a la Corte y defendieron el ardid kirchnerista? ¿No fue el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey el que, en 2010, se sumó a un acto en Santa Cruz para enfrentar a la Corte Suprema que pretendía reponer en su cargo al procurador Eduardo Sosa? ¿No fue Roberto Lavagna el que hizo aportes decisivos en la conformación de este artefacto monstruoso que nos gobierna desde 2019?
Sobrantes del peronismo podrán dar algún voto a cambio de cargos o de una rebaja impositiva para una provincia que gobiernan, pero, por su organización corporativa, serán encarnizadamente reacios a apoyar los grandes cambios. Nunca van a querer modificar la ley de obras sociales y el sistema de salud porque allí están las cajas de los gremios. Nunca van a aceptar una reforma laboral porque hay una trama de juicios que nutre a los sindicatos. Nunca van a aceptar una depuración del plantel estatal, por más que se les pruebe que hay incumplidores y “ñoquis” que no asisten a trabajar, porque el cúmulo de aportes es otra de sus rentabilidades. Nunca serán porosos a cerrar empresas estatales deficitarias porque allí están sus napas protectoras. Nunca aceptarán eliminar subsidios porque allí están de un lado sus empresarios amigos (o testaferros) y, del otro, su clientela electoral.
Las costuras a la vista de esas coaliciones, que cada tanto reaparecen como si fueran ideas o experimentos originales, son la huella digital de una aspiración inverosímil. El destino fallido de Tosca acechará en el camino de los que hagan prevalecer los pliegues y contubernios por sobre la única herramienta disponible: la audaz voluntad política en dirección de la democracia liberal
En marzo de 1987 Raúl Alfonsín decidió que el cargo de ministro de Trabajo debía recaer en un peronista; trabajosamente Enrique Nosiglia tejió el plan con sindicalistas amigos
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