domingo, 7 de febrero de 2016

INDEC QUE TRABAJA II:......... HISTORIAS DE VIDA...


Vivo en Núñez, en un departamento de primer piso que da a una calle de árboles y poco tránsito. Hay un minimercado con una pareja de chinos detrás del mostrador en la esquina, paseadores de perros y vecinas viejas y un poco chismosas que todas las tardes sacan un plato de comida para los gatos de la cuadra. Un barrio como tantos otros, salvo por Cindy e Ine.



Cindy es una chinita que tendrá unos tres años, la hija de la pareja que atiende el minimercado. Ine es una porteña de cuatro, la hija de Eze y Mer, periodista él, publicista ella, mis amigos de la cuadra.

Las dos nenas se hicieron íntimas como sólo se pueden hacer íntimos los chicos a esa edad. Ine acompaña a sus padres cada vez que van al chino y se pone a jugar con Cindy, que luego se va a lo de Ine para pasar la tarde. Ya se hizo común ver a Eze persiguiendo a ambas cuando se escapan pedaleando en sus minibicis por la vereda.

Lo curioso es que Ine no habla una palabra de chino. Y Cindy no habla una palabra de castellano. Sin embargo, son inseparables. Dos cabecitas parlantes e inquietas que arrastran un libro para colorear, una muñeca, o el paquete de galletitas que Cindy se llevó del negocio de sus padres. "¿En qué idioma hablan?", le pregunté a Eze el otro día. "En ninguno -me dijo-; juegan."



La cuestión de los migrantes siempre me intrigó porque alguna vez lo fui.

Cuando yo tenía más o menos quince años, a mi viejo lo mandaron por trabajo a Wilmington, un intento de ciudad cerca de Filadelfia, y ahí nos instalamos con mi madre y mis seis hermanas. Fue un tiempo complejo.


Mi condición de adolescente sanisidrense, de bici y club, no logró adaptarse a la vida de suburbio gringo. Vivíamos en una especie de barrio cerrado en medio de la campiña, pura autopista y shopping.

Carente de la autonomía con la que me venía criando, dependía del bus amarillo para ir al colegio y de la buena voluntad de mis padres para llevarme y traerme a fútbol o los escasos programas disponibles. Un horror. Mis hermanas, en especial las más chicas, lo pasaron bárbaro.

Las recuerdo felices balbuceando en su media lengua, cruza de inglés y castellano, como si ese agujero soporífero en el que vivíamos fuese el mejor lugar del mundo.


Cindy y su alegría infantil me recuerda a ellas, pero no es la única contenta: sus padres también parecen felices de su estancia en Núñez. Él se hace llamar Leo y está siempre detrás de la caja. Tiene 26 años y llegó a Buenos Aires a los 19 porque dice que en China no había trabajo. A ella aún no le capté el nombre. Los dos son altos, flacos, viven arriba del súper y le sacan fotos a Cindy con la tablet. ¿Las mandarán a su familia en China?



Eze, que es más locuaz que yo, me acaba de avisar que mientras escribo esto, el lunes 11 de enero, Cindy está en su primer día de colonia de vacaciones. Me la imagino charlando en su lengua extraña rodeada de chicos a los que no entiende, ni la entienden, pero tampoco le importa. El otro día Eze, que es más sensible que yo, me mostró una foto en blanco y negro de sus abuelos, inmigrantes españoles, atendiendo el almacén que pusieron en Caballito cuando llegaron a la Argentina. En la foto hay una nena, la madre de Eze, la abuela de Ine.



Eze me contó que José era de Asturias e Inés, así se llamaban, de Galicia. Tardaron más de veinte años en volver a su tierra porque tenían miedo de que si cerraban el almacén aunque más no fuese por un par de semanas, iban a perder clientes. Los domingos vendían choripanes en la cancha de San Lorenzo e, ironías del destino, cuando allí se instaló un Carrefour comenzó la temida decadencia del almacén de José. "Hicieron lo mismo que ahora están haciendo los padres de Cindy", me dijo mi amigo. Esto es: venir, trabajar y no mirar para atrás. O sí, quién sabe.
En una de ésas, así como yo extrañaba a mis amigos, la libertad de la bici y todo el resto cuando estaba exiliado en Wilmington, los abuelos de Eze tendrían morriña de su tierra los domingos por la noche, cuando volvían molidos de vender chorizos en la cancha.
Y por ahí ocurre lo mismo con los padres de Cindy. Difícil saberlo. Se los podría preguntar.....

N. C.

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