jueves, 16 de junio de 2016

RUBÉN DARÍO; ESCRITOR DE VARIOS TONALES


Rubén Darío, empleado del Correo.
Curiosa carta de presentación la de un hombre con una imperiosa necesidad de mejorar su situación económica, pero poco interesado en el puesto, lúcido conocedor de su talento para otro oficio. Honesto, en la entrevista con quien sería su futuro jefe, no prometió erudición en la materia ni preocupación por el futuro de la empresa. Sí destacó una virtud, digna de la reflexión de todo experto en recursos humanos.



"Tengo el don negativo del silencio", confesó con este oxímoron, un creador al que le brotaban las palabras, el día que conoció a ese hombre poderoso. La prudencia le ganó a la experiencia. Faltaban pocos días para el inicio de 1896 y Rubén Darío, instalado en Buenos Aires, ingresaba, recomendado por varios amigos, a Correo y Telégrafos.

Durante algunos meses se desempeñaría en una tarea kafkiana, como secretario privado del director de este establecimiento, pero con la alegría de tener como compañero de oficina a otro inmenso poeta, Leopoldo Lugones, con quien trabaría una gran amistad.La semana pasada para clausurar la jornada "La poética de Rubén Darío" que organizó la Biblioteca Nacional, donde se expusieron sus investigaciones tres especialistas en el poeta nicaragüense, el Correo Argentino hizo la presentación oficial de un sello postal (con una tirada de 30.000 unidades) en homenaje a quien fue su tan ilustre empleado.
Se trata de una obra de Julio Martínez Castillo, perteneciente al Banco Central de Nicaragua, con diseño de María de los Ángeles Nores, que va acompañado de un verso del poema "El libro", del nicaragüense, con un fondo de color azul, en claro homenaje al célebre poemario de Darío.
En el capítulo XLV de su Autobiografía, Rubén Darío cuenta que, instalado en Buenos Aires, no podía subsistir económicamente solamente con sus artículos periodísticos, así que, preocupados por su situación, sus amigos le consiguieron una entrevista con Carlos Carlés, el director de Correos y Telégrafos, quien lo designó de inmediato para un puesto de extrema confianza.



"Yo cumplía cronométricamente con mis obligaciones, las cuales eran contestar una cantidad innumerable de cartas de recomendación que llegaban de todas partes de la República, y luego recibir a un ejército de solicitantes de empleos, que llevaban en personas (sic) sus cartas favorables. En las primeras no me faltaba el «con el mayor gusto...» y «en la primera oportunidad...» o «en cuanto haya alguna vacante...». Y a los que llegaban, siempre les daba esperanzas: «Vuelva usted otro día... Hablaré con el director... Lo tendré muy presente... Creo que usted conseguirá su puesto...». Y así la gente se iba contenta", cuenta. A Carlés lo visitaban en su despacho hombres poderosos de la Argentina, como Roque Sáenz Peña, quien luego sería presidente de la Nación.
Así, entre las tertulias bohemias que se extendían hasta la madrugada y en la vida diurna de un burócrata repartía Darío su estancia porteña. Pero esta tarea tan extravagante para un poeta cobra además mayor magia dado que Darío compartía sus días de oficina con otro compañero, también dotado para los versos: el mismísimo Leopoldo Lugones (quien realizaría tareas como auxiliar, luego como jefe de archivo general de Correos y, finalmente, como jefe de Control de Inspección).



Junto a los dos bardos también se desempeñaba el neuquino ilustre Patricio Piñeiro Sorondo, gran conocedor de asuntos teosóficos. Darío llama a este grupo "un interesante trío" y se refiere al compañerismo y solidaridad que existía en aquella oficina. "Cuando no contestaba yo cartas, escribía versos o artículos. En las quemantes horas del verano nos regocijaba en la secretaría la presencia de un alegre y moreno portero que nos llevaba refrigerantes y ricas horchatas", recuerda Darío muchos años después aquella tarea en su Autobiografía.
Darío escribió en un matutino, fechado el 9 de abril de 1903, un pícaro artículo donde se refiere a las damas lectoras y admiradoras que le escribían pidiéndole un autógrafo, hecho que sirve como musa inspiradora para que recuerde su experiencia en Correos y Telégrafos. "Cuando vais en viaje, por un lejano país, muchas veces no os es fácil el escribir una carta a tales ó cuales personas de vuestra afección; y una ó dos palabras puestas en una tarjeta postal ilustrada que echáis en el próximo buzón llevan vuestro recuerdo con la imagen del país ó del lugar en que escribís."



Darío se pregunta sobre el origen de las tarjetas postales -en su momento, a principio de siglo XX, muy a la moda- a las que llama "cartoncitos rectangulares con gratos y pintorescos mensajeros", toda una innovación porque acompañaba el escrito con una foto o ilustración del lugar desde el cual se dirigía el remitente. También se refiere a los coleccionistas de estampillas y a otras faunas de este universo manuscrito de la comunicación. En todas las épocas el contacto epistolar se ha visto seducido por la brevedad y, por eso, Darío se lamenta de que las cartas hayan quedado en un segundo plano frente a la moda de las tarjetas postales.



Darío, explorador, viajero y errante pluma, quien escribió innumerables cartas que cruzaron el Atlántico y recorrieron América latina, no podría haber ejercido su labor sin las bondades del sistema postal. Por eso como antiguo empleado y también como usuario ilustre, el hoy llamado Correo Argentino le rinde  homenaje.



Aunque en 1907 Rubén Darío ya era Darío, el mundo se le agrietaba. En la montaña rusa de vaivenes sentimentales, incertidumbres económicas, añoranza por su Nicaragua natal, dudas, confianza en sí mismo y sufrimiento y asfixia ante el teatro de las relaciones humanas, el poeta plasmó su decepción y desconcierto con su letra pegada y espaciada en un cuaderno cuyos primeros versos dicen: "¿Para qué las envidias viles / y las injurias, / cuando retuercen sus reptiles / pálidas furias?".


Pertenecen a "Poemas del otoño" y abren el mítico Cuaderno de hule negro, en el que Rubén Darío (1867-1916) se refugió para trabajar entre 1907 y 1908. Iniciado en Mallorca, supone un relicario de emociones y esbozos de creación literaria que, en el centenario de su muerte, se publica en una edición facsimilar y artesanal con un estudio de la experta Rocío Oviedo, a cargo de Del Centro Editores, del madrileño Centro de Arte Moderno. El volumen desgrana el universo más privado del autor, con piezas conocidas como los versos citados o "Canción de otoño", y otros defectuosos, según Oviedo, o no publicados.



Las 59 páginas de este cuaderno de trabajo permiten acercarse al proceso creativo de Darío, a la evolución de varios poemas y a algunos versos o sonetos sueltos e inacabados. "Esto comprueba la facilidad que tenía para construir sus poemas y adaptarlos a un ritmo concreto que casi nunca yerra ni corrige, con un admirable sentido de la armonía", explica Rocío Oviedo, experta en Darío y catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid.



"Más que el valor literario, me interesa la historia del cuaderno como testigo de la vida del poeta consigo mismo y con su mujer de entonces, Francisca Sánchez, además del rastro que ahí deja el único hijo que sobrevivió de ambos, Güicho", destaca Claudio Pérez Migues, editor del libro.
Al cuaderno le faltan las primeras cuatro páginas. ¿Qué guardarían? Sin duda, el comienzo de este "Poema del otoño", y algo más. La letra en estas hojas amarilleadas por el tiempo varía según su estado anímico, explican Marta Torres, directora de la Biblioteca del Archivo Histórico de la Complutense, donde se conserva el manuscrito original, y María Aurora Díez, responsable del Archivo Rubén Darío.


El autor escribía a veces con pluma, a veces con lápiz; a veces con la letra inclinada a la derecha, a veces a la izquierda. Es un cuaderno de dos partes: la primera son los poemas o versos extraviados de su puño y letra, y la segunda, iniciada por la parte de atrás y al revés, podría tener la letra de Francisca, que hacía de amanuense o secretaria de Darío como manera de enseñarle éste a escribir. Es ahí donde se halla el comienzo inconcluso de su única novela: La isla de oro.



Esta obra es un relato sobre Mallorca. Allí llega Darío en busca de paz, tras la Tercera Conferencia Panamericana, decepcionado ante la falta de unidad de los países latinoamericanos. Vuelve entristecido a la isla porque varios amigos lo atacaban. Descubre actitudes poco honradas de ciertas amistades y se llena de desconcierto por la hipocresía innecesaria de las relaciones personales. De Mallorca parte a Nicaragua, por varios motivos: solucionar su situación laboral y económica, aclarar el divorcio con Rosario Murillo y visitar su país tras 15 años de ausencia. El viaje se realiza entre noviembre de 1907 y abril de 1908. "Está en la cumbre de su reconocimiento literario que le abre las puertas a una labor política", asegura Rocío Oviedo.
"El Cuaderno gravita sobre tres ejes destacados por la crítica", explica la experta: "El viaje a Nicaragua, la presencia de lo marino como marco y el tono melancólico de los poemas, sobre todo los iniciales". Sin duda el mar adquiere un gran protagonismo. Tanto que, añade Oviedo, "la profundización en el yo lírico adopta como símbolo el mar". Ejes interrelacionados porque, según Oviedo, "la melancolía arrastra a su vez a la soledad, compensada tan sólo con la unidad entendida en una doble vertiente: la externa que conlleva la amistad de los poetas y la más personal e íntima que supone estrechar lazos con la divinidad".


Tras la muerte de Darío, en 1916, Francisca Sánchez hereda ese cuaderno. Lo guarda en un baúl en su casa, junto a otros documentos del poeta en Navalsauz (Ávila). En los 50, Sánchez los lega al gobierno español, y ahora al fin se edita. Es la oportunidad de apreciar el refugio de un "Darío ya reconocido, pero de un hombre bueno del que muchos se aprovechan", añade Oviedo. Hace las cosas sin hacer daño a nadie y parte de lo que recibe son agravios, desplantes, pequeñas traiciones. El poeta quisiera comprender, quisiera saber por qué es víctima de esas actitudes mezquinas...

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