viernes, 3 de febrero de 2017

DE MI MISMO.....LA LIBERTAD



Hay una ventana que llevo siempre conmigo, es, precisamente, por la que miro. No es pesada, una mezcla de madera gastada e invocaciones. La construí en algún momento de mi niñez. En esos años era fácil elevar sueños diferentes a toda hora. La vida entre los Andes, los lagos y los ríos impulsaban a un derroche de deseos. De mañana, en verano, me despertaba y me ponía unas botitas de gamuza al tobillo, y con ellas trajinaba el día, corriendo muy rápido por un sendero de tierra semicircular, que llevaba al enorme cerezo, bordeando los arbustos de parrillas, grosellas y frambuesas. Allí, al final, había una casita de herramientas y un enorme coihue donde teníamos una hamaca que colgaba de una rama a veinte metros de alto. El recorrido de soga era tal que daba un andar peligrosamente extenso, produciendo un vértigo columpiado, semejante al de los cuerpos que se aman con pasión y desenfado.
El enorme jardín estaba provisto de un sistema de riego con cañerías de bronce de dos pulgadas, con unos regadores que al colocarlos y pivotar enroscándose, se encendían dando un extenso haz de agua. Yo siempre miraba la vasta cortina líquida absorto, pensando en aquella emancipada franqueza de volar y caer. Girando y mojando.
Mi ventana está abierta, a veces tiene una fina cortina, un visillo traslúcido por el que puedo ver y no ser visto. En mis momentos de silencio recurro a ese pudor de modesta clausura para ordenar mis pensamientos.
Siempre franca, de noche cuando las de las casas se cierran, esté donde esté, ella mantiene esa libertad despejada por donde entran y salen las imágenes que me inspiran para un próximo día.
Tenemos una tendencia a cargar un peso que no es dado, no sólo por nuestro hacer que siempre suma logros, victorias con fracasos, sino por un rencor y resentimiento nacido en la frustración y temor de las personas que nos rodean, que viven de una forma que no les gusta. No es difícil deshacerse de aquella desidia de alma, que los gobierna y que siempre intenta corromper la nuestra. Tan solo dar unos pasos atrás en silencio, para deshacernos de innecesarias mochilas.


Hay una esencia que me habita, seguramente desde el día que nací. Es una voz libre que desde muy niño fue catalogada de licenciosa. Por suerte fue siempre tan fuerte, que mantuvo su voto, rondó la libertad y una permisiva intuición que se alimentó más en los contornos que en el núcleo ajeno, que procuraba mantener y controlar el orden establecido de crecimiento ejemplar, adjudicado a enseñanzas y estructuras elegidas por otros, para mí.
Mirando para atrás creo que aquella intuición se alimentó tanto de los rasgos de mis pares, enormemente de la música, como de mi asombrada mirada a la naturaleza; sus voces, que son gobernadas por la noche y el día, la luna y el sol, el viento y la calma, las nubes y sus tormentas. Agua y materia. La naturaleza, insobornable e incorruptible con su bella inocencia me inspiró para mantener mis convicciones, eligiendo luego el camino de la cocina que es una celebración a la vida. Al compartir. Es el lugar donde se junta el festejo, con el intelecto, con la palabra, el vino y el abrazo.


La libertad, otorgada al nacer, con el poder de discernir a lo largo de los días es, en mi percepción, el camino a una vida plena, un espacio donde aprendemos a tomar y dejar, con alegría y generosidad.
Más las manos abiertas que una colección de cajones cerrados, donde se corroen los símbolos del pasado. Tienden a ser una pesada ancla que no da lugar a los cortejos de gloria que pueden abarcar los días. No importa cuándo, dónde o cuánto. Ni con quién. Nunca es tarde para corregir y volver a empezar, sólo se necesita una ventana abierta, llena de libertad.
F. M

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